El primer año de mi hija fue muy de peli de miedo. Yo sabía que existían muchas cosas que no cuadraban y, como era madre primeriza, no pillaba qué eran. Total que una vecina de mi mismo rellano, dio a luz un poco más tarde que yo a un niño. Un día, pasando por delante de la puerta de su casa descubrí qué era lo que le faltaba a la mía. Su hijo hacía ruidos, concretamente, estaba aporreando un tambor mientras cantaba. Entré en el ascensor y, cuando pulsaba el botón de bajar pensé, será autismo? Pero cuando salí del ascensor cerré la puerta y dejé la pregunta encerrada en él.
Entonces me puse muy encima. A observarla como lo haría un científico a una extraña bacteria a través de su microscopio. Y decidí arremangarme y empecé a trabajar con ella. Le enseñaba dibujos y luego decía lo que era, oso, gato, perro…y se lo repetía hasta que acababa frustrada llorando en el baño porque, durante todo el rato, ella era muy poco capaz, si quiera, de mirar el dibujo.
Otras de las cosas que hice fue empezar a cantarle el cumpleaños feliz. Faltaba un mes para ello y yo, cada noche, durante la ducha, decidí ponerme a cantar a ver qué hacía. Durante un tiempo largo, ella solo me observaba, miraba cómo se movían mis labios y hasta ahí. Pero un día Oh! Milagro! ella continuó la frase cantando: «te dese-a-mos toodoos, cumplea-ños feeliiiz!!!»
Me quedé atónita. Esto qué era? Una tomadura de pelo? No decía una palabra y era capaz de cantar una canción? Pero bueno!
Luego la cosa se convirtió en sí misma en una celebración. Se lo enseñé al padre y él la miró alucinando mucho y me dijo: «Ves? Tenemos una niña muy lista! Ya hablará cuando le apetezca. Déjala en paz! Y lo hice. Dejé de sacar los dibujos y volví a la rutina de no saber cómo entretener a una niña que no jugaba, no hablaba, no caminaba, no te miraba, no señalaba…un día detrás del otro.
Y entonces llegó un momento aterrador. Salía de la cocina y pasé la vista por encima de ella sin mirarla porque iba a otra habitación. La niña estaba sentada. Como algo en ella me llamó la atención, volví para atrás y ví, con horror, que su mirada se había apagado. Era igual de oscura que la pantalla de un ordenador, antes de darle al botón de on. Entonces me acerqué a ella, con cuidado. Me arrodillé delante suyo y la llamé por su nombre. Cero reacción. Como si lo que yo viera fuera solo una cáscara y la semilla se hubiera volado con el viento. Volví a decir su nombre. Nada. Y entonces le pregunté: » A dónde has ido mi cielo? Dónde estás? No te preocupes cariño. Mami irá buscarte a donde estés y te traerá de vuelta. Te lo prometo». No sería la última promesa que le haría. Lo que yo seguía ignorando es que su alma, su ser, su ego…como se quiera llamar, estaba en Avatar y, que yo, nunca, jamás, en la vida, conseguiría traerla al planeta Tierra porque ella no me pertenecía. No era mi cosa. Era mi hija. Y ella había decidido. Y que si quería que ella fuera feliz debía ir a donde ella estaba y no al revés. Pero eso lo aprendí más adelante. Aún me quedaba por averiguar a dónde había ido. Sin mapa, sin brújula, ante una oscuridad absoluta…y sin linterna.