A mi hija la bauticé al cumplir un año. Le puse nombre a ella e intenté hacer lo mismo con lo que le sucedía. Lo primero me salió de lujo. Con lo segundo, seguía errando el tiro.
Pensaba que, para todos era evidente que a mi hija le pasaba algo y, ¿saben qué? Pues que, para mi sorpresa, nadie notaba nada especial en ella. Yo la miraba y podía observar cómo su problema la iluminaba de adentro hacia fuera. Como un Gusi Luz. Sin embargo, para los demás eso no era así. Y cometí un error imperdonable. Anteponer mi instinto de madre a la opinión popular. Y me puse a preguntar a los demás y les pedí su opinión sincera. Y, vaya si lo fueron!!. De una manera muy clara me dijeron que el problema era que no estaba llevando a mi hija de la misma manera que cualquier otra madre del mundo. No. Yo era, y cito textualmente: «aburrida», «no la llevas a suficientes parques» «no la estimulas lo suficiente», los juguetes que le compras son una mierda…» y entonces me dije: «Vale». Voy a dejar esto a un profesional. Voy a ponerla en una guardería». «Vamos a ver qué cambio hace». «Asumamos y seamos humildes».
Busqué una guardería de la zona, una que estaba, según un periódico de tirada nacional, entre las 100 mejores guarderías del país. Y allá que fuimos mi marido y yo. Él fue porque estaba harto de verme llorar de impotencia al llegar del trabajo y, para ser justos, ya empezaba a mirar a la niña con ojos más críticos.
Comenzó septiembre y empecé con la rutina de llevarla como para unas cuatro horas nada más. Comía en casa. Existe en todas las guarderías un período de adaptación que suele ser más o menos largo dependiendo del niñ@ y de las necesidades de los propios padres. Para mi sorpresa, a ella no le costó nada adaptarse. Pasaba de una mano a otra de manera indolente y sin mirar a nadie. Entraba callada y salía igual. No me miraba. Y yo, cada vez que se habría la puerta, esperaba que mi niña hiciera lo que los demás. Mirarme, sonreirme, pedir que le diera la mano, enseñarme lo que había hecho ese día…
Llevaba una agenda en la que su profesora ponía siempre las dos mismas palabras: Todo bien. Un día, observé que no podía comer bien y que hacía gestos de dolor, y yo, que estaba muy al quite con sus cosas, descubrí con horror que tenía la encía superior llena de sangre. La llevé a urgencias, porque aquello era tremendo, y el pediatra me indicó que se había dado tal golpe que, forzosamente había tenido que llorar y que se había tenido que enterar la profesora y el rosario de la Aurora. Entonces sentí una ira ciega que me acompañó hasta que me encaré al día siguiente a su profesora. «¿Me escribes todo bien y le ha pasado algo tan tremendo? ¿En serio?» Su contestación me dejó helada. Que había llorado pero no mucho. Entonces le pregunté: «¿Crees que mi hija es normal?» (Yo no podía entender que, ante una situación así no hubiera pedido mi hija, incluso, un sacerdote) Y me contestó: «Normal ¿En qué sentido?» Y le repliqué: «Pues que estoy hablando contigo y ella por juego no hace más que girar sobre sí misma delante de ese espejo. O lo quitas o le das la vuelta. La traigo para que juegue, no para eso. Eso no es jugar. Eso es una obsesión que no sé a qué se debe y parece ser que tú tampoco». Y me marché sin dejarle replicar.
Salí de allí con el convencimiento de que me había equivocado. Pero no sabía hasta qué punto. Tampoco en qué. Era como si estuviera siendo succionada por un desagüe y no pudiera salir de aquella maldita espiral. «Sigue dándoles una oportunidad» pensé. «Total nadie puede hacerlo peor que tú. Tú eres la que la ha llevado a estar así, y ahora, actúan profesionales, y vas, y te quejas». Y bajo ese mantra de mierda llegamos a su segundo cumpleaños. Y ella comenzó a gritarme: «Mamá, estoy en Avataaaarrr». Y yo, aunque oía alguna cosa, seguía buscándola por todo el planeta Tierra.