LA ADMIRACIÓN

¿Cuál es la profesión que más admiras? ¿Por qué?

Hoy, en un capítulo más de ordenar la casa, me he puesto con la nevera. A limpiarla. Llevaba un tiempo más que vergonzoso sin hacerlo por esto de que preparar promoción interna, hijos, terapias…no encontraba un hueco. Limpiar la nevera me pone de muy mal humor. Es de una calidad pésima y lamento el día en que la compramos. Básicamente porque era la única que cabía en el hueco de mierda que hay para el frigorífico. En fin, problemas del primer mundo y de haber tenido 29 años cuando decidí que la primera nevera que entraba en mi casa debía estar panelada. Craso error. Entonces, por alargar el suplicio cogí el móvil y ví la pregunta. Volví a la nevera. Entonces mis pensamientos me llevaron al año 92, cuando en este país celebrábamos que las Olimpiadas se realizaban en nuestro territorio. Encima, yo, ese año, en medio de una depresión de caballo, acabé con mis huesos en Barcelona. Intentaba sin éxito levantar el motor de una mente que iba cayendo en picado en un bucle infame de tristeza y ansiedad.

Cuando ya creía que nada podía ir a peor, mi madre me llama una tarde, después de duchar a mi hermano que era un niño muy pequeño por aquel entonces, y me dice que le mire un bulto que le ha salido. Un bulto verde, indoloro, que tenía toda la pinta de preocupante. Le pido que lo lleve a urgencias y eso hace. Al cabo de tres días, con una angustia tremenda, diagnóstico y pronóstico. Cáncer. El pronóstico lo tengo olvidado como una mala pesadilla. No me lo puedo creer. Mi madre y mi hermana destrozadas las dos. Encima, con la festividad de San Juan por medio que en Barcelona se vive como una auténtica fiesta. La inaguración de los juegos. El señor arquero. La flecha. El plebetero que arde. Los gritos de los que veían el acto por la tele…Y en medio de todo, nuestras vidas pegando un frenazo.

Entonces voy a verlo al hospital, tras la intervención, y veo con horror que el edificio tiene destinado toda una planta a oncología infantil. Y ahí pierdes la ingenuidad de creer que solo le pasa a los adultos. Al lado mismo de los que luchan por sobrevivir, por afrontar una batalla de gigantes, los bebés prematuros. Otros seres minúsculos en unas incubadoras que hacen  ver del tamaño de un ser tan pequeño, que, a veces, no es mayor que la palma de una mano. Ves en la cara de los adultos una  preocupación que no llega a la mirada de los niños. Ellos están allí porque están malos. Ni muerte ni leches. No entra en sus cabezas ese concepto. Y, para que eso se haga efectivo, las enfermeras y los médicos comienzan un baile que los acoje como si estuvieran pasando por una mala gripe, que cojen de la mano a los padres cuando las cosas se ponen negras, que te dicen las cosas en verso, para que no te lastimen.

En medio de todo aquello, cuando ví lo que sucedía, cuando ví la entereza de nuestro enano, me dí cuenta que soltaba la tristeza para dar paso a la esperanza. Lo ví cuando mi hermano empezó a superar una y otra y otra vez los virajes de la enfermedad. Como una  yincana gigantesca. El tío se convirtió en un superhéroe a golpe de estoicismo. Ni una queja. A veces, cuando me quedaba con él, me decía que no lo mirara, como si yo estuviera en aquél sillón solo por pasar la noche, como si mirarlo le quitara la heroicidad que destilaba por aquel cuerpecillo flaco y lleno de tubos.

Cuando venían las enfermeras, entraban a la habitación sigilosamente. Como ninjas de color blanco  que trataban de no despertarlo aún cuando hubiera que cambiarle una vía. Y entonces pensé que yo no sería capaz de realizar un trabajo de ese peso emocional. Creo que en algún momento te rompes. Y te vas a otro departamento. Eso creo. Por eso es mi admiración hacia esa profesión. Realizar ese trabajo porque, como me dijo una enfermera una vez, «si no lo hago yo, quién lo hace?» Y yo pensé, desde luego, hay gente que hace labores heroicas y no tienen ni idea de cómo afectan sus acciones a los que tratan. Cómo transforman sus vidas.

Luego volví a la realidad de ponerme a limpiar la nevera, di un suspiro, y seguí quejándome por algo tan mundano como el haberme tocado en suerte una nevera que suena a cacharro por todos lados. Pero ya conseguí mirarla con otros ojos. Recordé que, en el 92, yo trabajaba en un supermercado cerca de la playa, y, un día, barriendo la entrada comencé a quejarme para mis adentros. «Mi vida es una mierda, mi hermano enfermo, este trabajo es una mierda…»Entonces, por el hilo musical comenzó a sonar una canción de Serrat «Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así, aprovecharlo o que pase de largo depende en parte de tí…» Y así hice. Lo aproveché. En ese momento y siempre. Algunos incluso en la vida de mi hermano. De mis hermanos.


3 respuestas a “LA ADMIRACIÓN”

  1. Las enfermeras son médicos que no toman las decisiones. Creo que en una situación de emergencia, muchas veces es casi mejor toparse con una enfermera, no solo sabe que hacer, si no que además saben actuar.
    Magnos sueños.

    Pd las neveras paneladas son estéticamente absurdas pero quedan tan bonitas… Yo tengo una así y no la cambio por muchos dolores de cabeza que dé.

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