La superstición

¿Tienes alguna superstición?

En un pueblo recóndito, de esos en los que los habitantes se conocen todos, existía una montaña a la que ellos llamaban «la montaña negra». Era un macizo que, cuando lo mirabas desde el pueblo, parecía siempre tenebroso y oscuro. Sus habitantes tenían no sólo prohibido pisar allí sino siquiera acercarse. El pico era un foco de desgracias, tan oscuras y tenebrosas como se presagiaban al mirarla.

Un año, a consecuencia de una terrible sequía, empezó a escasear la comida y, como estaban en un lugar inaccesible a consecuencia de la oreografía, tampoco podían otra cosa que esperar la lluvia mirando al cielo cada mañana, pero ésta seguía sin llegar.

Uno de sus vecinos, Víctor, un joven alto y enjuto, con un cabello y unos ojos igual de oscuros que la montaña que presidía el pueblo, se levantó una mañana decidido a poner fin a aquella fatalidad. Estaba harto de comer de lo poco que quedaba en la tierra yerma y tenía el plan de atravesar aquel macizo y ver qué demonios le esperaba al otro lado. Prefería caer atravesado por un rayo que seguir pasando por aquella hambre tan salvaje. Salió tan temprano de casa, que ni los gallos cantaron el amanecer. Se fue derecho a su objetivo, a buen paso, sin detenerse. A media mañana ya estaba a los pies de aquella mole que, al mirarla de cerca, ni era oscura, ni tenebrosa, ni presagiaba otra cosa que no fuera paz.

Para su sorpresa descubrió un pasillo a los pies de la misma, un pasillo estrecho pero transitable, y, decidido, quiso ver qué había al final. Salieron, al entrar él con una lámpara, un montón de murciélagos tan asustados como nuestro protagonista, y entonces, respiró profundo y siguió caminando.

Cuando salió al otro lado, cuando abrió los ojos que tuvo que cerrar al darle el sol en la cara, y para su sorpresa, se topó con un vergel, un oasis, un lugar lleno de plantas, de agua, de animales con unas pintas extrañas,  como un pequeño ecosistema mantenido en el tiempo. Como si allí el reloj se hubiera parado.

Al dar dos pasos, le salió una figura brillante de entre el follaje. «A dónde crees que vas humano? Quién te ha dado permiso para estar aquí? No te han dicho que no debes venir?» Se quedó mudo de asombro y, cuando consiguió encontrar sus pensamientos y su lengua contestó: «tengo hambre! En el pueblo ya no queda nada que comer y la sequía nos está matando lentamente. Si quieres, puedes quitarme la vida aquí y ahora, no quiero seguir viviendo esa vida miserable».

Entonces la figura luminosa suspiró. «Vale» le dijo. «Hagamos un trato. Los que vivimos a este lado, conseguiremos lluvia para los que viven al otro, pero eso sí, olvidarás qué has visto, porque si traes a alguien más, si perturbas nuestra paz con gente que quiera esquilmar nuestros tesoros, no volverás a ver la luz del sol nunca más».

Víctor dio un suspiro de tristeza por no poder disfrutar de lo que tenía ante sí, y dijo que estaba de acuerdo. Se hizo el camino de vuelta pensando que había sido estafado pero, al salir al otro lado de la montaña, comenzó a llover. Una lluvia suave, que iba calando despacito en la tierra. Y entonces comenzó a llorar. Y sus lágrimas se mezclaron con aquella lluvia. Y pensó en lo que había visto y en el secreto que debía mantener. Y, decidido, continuó camino. Pensando en que las supersticiones lo único que conseguían eran cegar para que el que las sufriera, se perdiera en la inmensidad de las mentiras, y no vieran la realidad. Y esta, más que le pese a quien las tiene, impiden disfrutar de lo que la vida ofrece sin miedos.


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