El miércoles me llamó el tutor de mi hijo mientras estaba trabajando. «Puedes hablar?» me dice. Yo pensaba que el niño estaba enfermo, pero empiezo a intuir que estoy muy equivocada. Llevo varias semanas con mal rollo, barruntando algo que, sin ser capaz de ver, me huelo cuando tengo a mi hijo delante. Ha sufrido varios cambios y está en un duelo que es como un caminar por el desierto. Cero agua, penalidades y sin ayuda más que la de sus padres. Pero claro! A ratos. Como en las maratones. Lleva, desde septiembre, sosteniendo sobre sus espaldas un montón de giros de historia, plus profesores desconocidos, más exámenes y otras hierbas. No justifica lo que ha hecho, pero lo hace más comprensible. Total, que, mientras que en casa le hemos preguntado que en su vida escolar qué tal y con respuestas de «bien», el chaval se ha metido de lleno en la mentalidad delincuente. No voy a enumerar lo que ha hecho porque ya cuando lo hacía con su padre estuve a punto de llorar y no quiero, como ya tuve que hacer el jueves, dejar esta entrada a medias.
Total que, al subirse al coche su padre le advierte que tenemos que hablar con él y ya al entrar a casa lleva el rostro desencajado. Sabe que lo sabemos todo y, para su defensa, he de decir que ni lo negó ni le echó la culpa a otro chico. «Fui yo y asumo la culpa y el castigo», debió pensar, y así fue.
Luego fuimos a la terapia, y, su profe, al ver mi cara pregunta qué pasa. Le enumero sin intención de humillar todas las golferías que ha hecho, lo cual es difícil teniendo en cuenta que ha estado a punto de ser expulsado del cole. Vamos! Que ya hubiera querido yo que todo lo ocurrido fuera anecdótico. No. Llevo desde el día de la llamada pensando en que ya intuía problemas sin saber por dónde irían los tiros. Observando al niño llegar con una tremenda nube negra en su cabeza que me llena de preocupación y que él minimizaba cada vez que le preguntaba por ella. «No te dejes llevar por tu ansiedad!» me dije a mi misma y no, no era ansiedad. Era un desastre que venía hacia nosotros como un caballo desbocado.
Su padre habló con él desde una serenidad y un cuajo que ha adquirido con casi 35 años de profesión. Mientras yo pensaba que le arrancaría la cabeza, él le explicaba al niño que, si la situación hubiera sido suya, su madre lo hubiera matado, pero que en estos tiempos, y entendiendo sus circunstancias, iba a tener su castigo, pero uno tan doloroso como si te dieran una torta. Una tarde sin televisión. Yo me alineo con lo que dice. No quiero que él quede como el malo de la película mientras yo hago de poli bueno. Además, nos dice que ya se ha disculpado con la persona o personas a las que ha estado tocando la moral y, oye, en el pecado ya lleva la penitencia.
Al día siguiente le digo que vamos a empezar con la medicación para el tdah y le explico el porqué. Le hago entender que producto de ese polvo han venido estos lodos. Se lo digo sin enfado, sin levantar la voz, poniéndome en su pellejo, y entonces empieza a llorar todo lo que tenía retenido en su cuerpo. Un llanto enérgico, que hacía mucho tiempo que no le veía. Me quedo quieta delante de él. Yo también he sacado experiencia profesional y no es la primera persona con llanto enérgico que me tiro a la cara, solo que esta vez es mi enano, y se me pasan por la cabeza mil situaciones difíciles vividas con ese metro sesenta que llora desconsolado frente a mi. Lo abrazo y, para mi sorpresa, abro la boca y le digo que vale, que está bien, que no va a medicarse pero que será la última vez que me apiade de su alma de Curro Jiménez del Temu. Que ya yo me he tropezado en la vida a muchas otras personas y que todas ellas me han curtido el carácter y la paciencia, y ya, con él, he llegado al límite.
Entonces me abraza y sigue llorando. Supongo que ahora debe sentirse como un ganador del euromillones, incrédulo ante tanta potra. Increíble que yo haya claudicado. No me creo lo que acaba de ocurrir. Entonces veo que, para abrazarme debe agacharse un poco y le digo que debo quitarle el mote de enano. La enana de la casa soy yo ahora mismo. Me contesta que no, que no le quite ni le mueva más cosas, que enano le gusta. Y así seguimos. Abrazados. Miro el reloj. Llego tarde a trabajar y tengo juicios. Yo acabo de tener uno y he dejado absuelto a quien me abraza agradecido. Y ahí me quedo mucho después de irme. En ese abrazo. Junto a mi enano. Mi pequeño Curro Jiménez del Temu.