De lo más importante de mi vida, lo que me ha llevado a no perder los papeles, ha sido la paciencia a la que he dado un toque de inteligencia. Me explico. Soy paciente con mis hijos, mucho, con la gente mayor, con todo el que tiene alguna dificultad para entenderme o para aguantarme pero, también es cierto que, no es una paciencia resignada. Con mis hijos sé que si no conozco eso que forma parte de su ser, si no estudio, si no me formo, voy a necesitar, cada vez, un mayor grado de ese razgo de mi persona. Y mira, por ahí, no. Prefiero formarme que vivir en un mundo volátil.
Con la gente mayor soy paciente pero firme, y con los bordes y maleducados, solo firme. Con la dignidad que se merecen ellos y yo.
De más joven era una chavala muy muy callada. No quería que saliera de mi boca nada que hiciera sospechar que estaban ante una persona que hacía muchísimo tiempo que se buscaba la vida por su cuenta. Me inventaba firmas, excusas, yo creo que de ahí sale mi vena de inventora de historias…pero no dejé, jamás de perder el norte de mi vida. Tenía un lema que me acompañó mucho tiempo, que era que, justo ahí, detrás del horizonte de penalidades por las que estuviera pasando, estaba algo mejor para mí. Mi tierra prometida. Mi Edén.
Ya no me sujeto a ese lema, es cierto, pero cuando las cosas se me tuercen mucho echo la vista atrás y pienso en lo que he superado. Y entonces respiro profundo, achico los ojos y pienso, tranquila, justo ahí detrás de este problema, sigue estando para ti la tierra prometida. Y así se me va la angustia. En ese respiro profundo.
Difícil decir cuál ha sido el mejor. Quizás, el que me dió mi madre, cuando me dijo que, aprender sobre autismo no era derrochar el dinero sino todo lo contrario, una inversión. Y es cierto que ha sido así. Desde que hice el máster (ese que no pude acabar) las cosas en casa van bastante mejor y el niño ha salvado los muebles durante el verano.
Me explico. Mi hijo tiene un potente tdah que hace que, durante los meses de verano, todo lo aprendido durante el curso, hasta lo más elemental, desaparezca como un azucarillo en un vaso de agua. Este año eso no ha sido así. Esto gracias a su padre, las cosas como son, que lo ha puesto a trabajar cosas sencillas de matemáticas y de lengua.
Respecto de su parte autista, aunque yo creo que él está dotado de un cerebro diferente que hace que sea enteramente autista, también hemos conseguido que no aparezcan las rigideces, que es lo que suele ocurrir en verano, con las vacaciones. Si descuidamos la parte de la anticipación, de avisar qué viene dentro de un rato, haremos que pelee panza arriba como un gato cabreado, protegiéndose de la ansiedad que le provoca que, a cada rato se mueva su mundo de una manera distinta. Eso ocurre cuando acaban las clases, se acaban las rutinas. Luego, su terapeuta se va de vacaciones, cosa lógica por otra parte porque la muchacha no es ningún robot, y entonces nos quedamos a la deriva. Como un astronauta en el espacio exterior, unido solo por una cuerda para no irse a tomar por saco. En este caso, el cabo que lo une a la Tierra, a estar cuerdo, es la familia. Si ella se pone en modo vacaciones también, cuando se vuelve a la «normalidad» descubres a un muchacho lleno de ansiedad, desregulado y con muchas ganas de que se le respete eso que, sin con lo que no hubiera pasado durante el verano, habría hecho que sufriera una crisis.
Y ahí he estado yo. Haciéndole de cicerone del mundo. Explicándole desde el día anterior qué iba a suceder el siguiente. Incluso, qué íbamos a comer. Y que, si eso no ocurría de esa forma, haríamos un plan b que también le explicaba. Y ha funcionado. No ha sido perfecto, porque salíamos y aleteaba las manos en un intento de bajar su ansiedad, pero no ha sido terrible. No lo he visto pasar ningún mal momento. No ha tenido ninguna crisis. Además, hemos procedido a darle pequeños encargos de independencia, como por ejemplo, salir a comprar. Una sola cosa, cierto, pero ya sabemos que, en algunas circunstancias eso puede ser como adentrarse en un bosque mágico que fuera cambiando la ubicación de su flora a cada paso. Angustiante. La primera vez, fue su hermana detrás, por si necesitaba ayuda, la siguiente, se fue solo, porque su hermana no quiso acompañarlo. Ella también debe luchar contra sus propios bosques mágicos y eso se debe respetar como todo lo demás. La cosa es que tardó más de la cuenta, y, empezó a decirme que si no estaba preocupada, que si no iba a echar un vistazo, y le dije que no. Que le había dicho a su hermano que confiaba en él, y que, si se producía alguna situación de emergencia, el supermercado está en la esquina de nuestro edificio (como a un océano de distancia para alguien que explora el mundo por primera vez solo) y que yo sabía que lo iba a hacer bien.
Cuando volvió a casa, al abrir la puerta, lo esperamos todos para aplaudir su azaña. Nos lanzó una sonrisa de esas que te iluminan toda la casa, y le hice una foto con la bolsa de pasta que fue la adquisición de esa tarde. Entonces caí en la cuenta de lo mucho que habíamos caminado para llegar a ese momento. Un momento que, para muchos padres, es algo que forma parte de la rutina, de su día a día. Algo normal. Nosotros habíamos puesto una pica en Flandes, habíamos ido por el desierto con tan solo una cantimplora, y lo habíamos conseguido atravesar. Queda mucho muchísimo por hacer. Pero todo será poquito a poco. Un pasito detrás del otro.
Dejando claro que mi vida es complicada, ahora, en estos momentos, se ha añadido un elemento «externo» La salud de mi suegra. Hace muchísimos años que tiene problemas de movilidad que se han ido agudizando por los propios de la edad. Total, que, yo salgo del trabajo, como deprisa, salgo a la carrera a buscar al niño, vuelvo con él, le doy la merienda y me enchufo al colchón de mi cama para dormir aunque solo sean diez minutos. Así era hasta ahora, pero, según ha ido avanzando el mes, y como a mi cuñado, que vive con mi suegra, lo están llamando para trabajar en un hospital cercano, tiene que acudir mi marido a calentarle la comida y acostarla luego para que pase cómoda la tarde. Hasta que llega el hermano. Ojo cuidado! Independientemente de nuestra mala relación hay algo que en mi casa, en mi matrimonio, hemos tenido muy claro. A los padres, si nos han querido y cuidado y limpiado nuestros culos de bebés, hay que devolverles todo ese amor, en forma de cuidados cuando ellos se convierten en personas que no pueden valerse solas. Así que yo, de verdad y con la mano muy en el corazón, no siento que esté haciendo un sacrificio. Creo que solo hacemos lo que es correcto y decente.
Ahora como después de recoger al niño. Sobre las cuatro de la tarde. De hecho, si no le ha gustado la comida del cole ese día, se une a nosotros y comemos en familia. Y luego, sí, si no hay terapia, me arrastro a la cama, como un alma en pena, cerrándoseme los ojos. No lo puedo evitar. La menopausia tiene esas cositas a las que también debemos acostumbrarnos, y aceptar.
Otra cosa que hace que se me recargue la batería es estar con mis hijos, en casa. Siento la buena vibra que trasmiten y que va inundando la casa hasta ocupar todos los rincones, y ya no digo si, encima, descarto el trabajar porque estoy de vacaciones. Entonces mi cuerpo alcanza valores de dínamo y soy capaz de dosificar esa energía hasta pasado septiembre, donde echo el resto, llegando a octubre buscando pasar vacaciones en otra isla, alejados de todo el follón que tenemos en esta. No sé si lo haremos este año, espero que sí.
Los fines de semana, como este en el que estamos, suelo empezarlo con una taza de café tamaño maxi, me asomo a la ventana y veo la poca actividad que hay en la zona los días no laborables. Luego me siento a escribir este blog, esta entrada, que, no sé porqué, hace que me vaya llenando de energía a golpe de teclear lo que pienso. Luego me levanto de aquí y ya me pongo con todo lo demás, hacer la compra, la lavadora, my friend, y así ando hasta media tarde.
Luego toca leer, si no he caído muerta, y estudiar idiomas que también es algo que me gusta. Me gusta hacer cosas que me agraden. Debería ir a la piscina. Un ratito. Hacer ejercicio me vendría muy bien. Pero estoy tan agustito escribiendo…!
Si mi vida no tuviera música, hubiera tenido que inventarme una con el viento que mueve las ramas de los árboles, con el sonido del mar al tocar la orilla, en el aleteo de las aves en el cielo, o con el de mi hijo en el suelo.
Si no tuviera música, no me podría haber emocionado con canciones que tengo asociadas a hechos ocurridos con mis hijos, You say best, «when you say nothing at all» dice una de ellas, y hay tanta verdad en esa frase!
Tampoco me hubiera podido reír a carcajadas cuando mi hijo se ponía a bailar «can’t stop the feeling» de la película Trolls y en su baile descubrir que tenía un fuerte sentido del ritmo.
Si no hubiera música, no podría recordar que, hace casi 25 años, cuando nos pusieron el vals a mi ya marido y a mi, en el banquete de boda, él se empeñó en que quería hacer bomba de humo y desaparecer por esto de que es muy tímido y yo lo sujetaba, entre risas y le decía que sonriera que nos estaban grabando. Aún se oye nuestras risas en el vídeo solapadas solamente por aquel vals.
Si no hubiera música, mi vida no tendría su propia banda sonora. La mía, durante muchos años fue una de Luz Casal, «cuanto más bella es la vida, más feroces sus zarpazos, cuántos más frutos consigo, más cerca estoy de perder…» ahora es más, «yo no me doy por vencido» de Luis Fonsi, o «perfect» de Pink. Con cualquiera de las dos podrían enterrarme.
Las fiestas que yo celebro son muy pocas. Prácticamente cumpleaños y la Navidad, y esta última ha quedado muy descafeinada a la muerte de mi madre.
Ella decoraba la casa y la llenaba de luces, te esperaba con una diadema de cuernos de reno, o con un gorro de Papá Noel, y vivía la fiesta como lo que era. Una mujer con el espíritu de una niña.
Su muerte se llevó eso. Vivir las fiestas a gusto y en paz. Yo, al principio de mi matrimonio, iba un año a casa de mi madre y otro, a casa de mi suegra. Pero las cosas se torcieron y decidí no hacerlo más y celebrar siempre con mi madre. Le expliqué a mi suegra que quería pasar el mayor tiempo posible con mi madre, por si algo pasaba, y, como la excusa fue buena y al final, cierta, no se lo tomó a mal.
Como digo, al irse mi madre, tuve que volver a celebrar la Navidad con gente con la que no quiero estar. Estuvimos así tres años pero, el último, ocurrió que mi hija se discutió con mi cuñado.
Mi cuñado es una de esas personas que debes coger con papel de fumar. Delicado como un jarrón Ming. Y si no haces o dices lo que él desea, te monta unos pollos que te dejan sudando.
Ese año le tocó a su madre, y mi hija, que es una santa, intervino. Y a él no le gustó y se fue a su cuarto para no vernos más en toda la noche.
La casa es de su madre y él es un malcriado. Pero eso no es el tema. El tema es que no voy ni de donde escribo, a la esquina de mi mesa, a pasarlo mal. Y a comer con disgusto. Y mi hija tampoco. Así que ahora toca comer en casa e inventar alguna cosa para no ir más. Porque creo que se lo han buscado, y porque, este año, compraré diademas de cuernos de reno, o de lo que sea, y nos lo vamos a poner en el coco, mientras nos miramos a los ojos y nos juntamos las manos celebrando una Navidad como corresponde. Una feliz Navidad!
Cuéntanos una lección que te gustaría haber aprendido antes.
Hoy, si el texto me sale muy regulinchi, espero que, quien lo lea me sepa perdonar porque anoche tuve noche toledana con el peque. Mi hijo sufre de migrañas, y anoche tuvo un episodio, así que, hoy tengo los ojos abiertos pero estoy durmiéndome de pie.
Al grano, que me gusta enrollarme. Las lecciones de la vida, las peores de todas, claro está, porque uno solo aprende de lo malo, las aprendí de bien pequeña. Hasta los 23, en los que decidí que mejor si eso, me iba y dejaban de joderme. Yo no tuve nunca que convivir con la gente de la calle, nunca hice una amiga íntima, que sí tuve alguna con la que salía mucho, pero no era íntima porque también me hizo alguna jugarreta que le perdoné pero que sirvió para poner los límites en nuestra relación. Procuraba pasar desapercibida, pero, en muchas ocasiones, yo evitaba fuera lo que tenía dentro de las cuatro paredes de la casa donde vivía. Mi conocimiento del ser humano se circunscribe a esas experiencias, a esas lecciones no pedidas, a esos momentos de angustia, a mis traumas. Total, que, como digo, un día decidí irme, pero no a buscarme la vida, no a casarme, no, irme con Dios.
Estaba tan absolutamente confundida y perdida que, si no hubiera fallado, no hubiera tenido todas las experiencias que he tenido después de los 23, aunque, por supuesto, no haya sido un viaje de placer, pero un poco como todo el mundo, supongo. Con sus altos y sus bajos. Y la maternidad. No hubiera conseguido saber que se puede tener hijos y hacerlo bien, y esa es otra de las lecciones que me ha enseñado la vida.
Total, que todas estas vivencias me llevaron a terapia, y con ella, a confiar un poco en el ser humano. En general, la cosa no ha ido mal, hay gente por ahí maravillosa, incluso, detrás de un ordenador, pero también hay quienes te quitan el aliento cuando tratan de tomarte por tonta. No es por nada, pero cuando tienes más conchas que un galápago, que traten de venirte con cuentos chinos es hasta un poco gracioso. Pero solo un poco.
Cuando preparaba promoción interna, tuve a dos compañeras, una con una enfermedad crónica y otra con una discapacidad física, a las que animé y apoyé muchísimo por esto de que me decían que no iban a poder con el examen. He de decir que, ambas, son solteras y no tienen hijos, pero padecen enfermedades o discapacidades limitantes y eso me hizo casi, dejarles incluso mis apuntes. Pero no. Sobre todo cuando una de ellas me dijo que porqué había dejado el máster que estaba preparando, que ella no lo habría dejado. Entonces le contesté que yo, sobre todo, soy madre, y que nunca, jamás, en la vida, se me iba a olvidar eso como eje central de mi existir. Y me miró con una cara rara. Y a mi su expresión facial no me gustó. Y me dije, ¡cuidado!
El día del examen estuvimos las tres en el aula con 8 personas más. Solo teníamos que aprobar y aquello sería nuestro. Un cinco pelado. Me relajé. Podía sacarlo. Ellas andaban entre el, «voy a entregar el examen pasados los diez minutos obligatorios» y «jujú, jajá, que risa que voy a suspender».
Ninguna se levantó a los diez minutos y ninguna de las dos suspendió, de hecho, sacaron más nota que yo. Las dos. Cuando me dijeron sus resultados, las miré, a cada una por separado, y les dije que no soportaba ese tipo de tomadura de pelos. Que habían fingido necesitar ayuda cuando la que en realidad estaba jodida era yo misma que tengo que lidiar con mis hijos, sus terapias, la casa, marido…Que me habían escupido a la cara y que no se lo iba a consentir más. Hacerme eso era una falta de respeto. La verdad, me puse un poco Vito Corleone en el Padrino. No puedo evitar esas actitudes de mierda. Me gusta dejar bien claro que han perdido para siempre mi amistad, y decirlo tan nítido que no necesiten diccionarios. Soy así. Aunque esto último no me justifique.
Ahora estamos pendientes de qué vamos a elegir y si nos vamos de nuestros actuales trabajos o no. Yo ahora me estoy haciendo la muerta. No digo qué quiero que me ofrezcan para irme, ni si me voy o no o ninguna cosa. Como decía un compañero de mi marido «Al enemigo ni agua». Pues esa sería mi lección. No se le debe decir a todo el mundo qué quieres, qué anhelas, que, a lo peor, te lo quitan y lo toman para ellos.
Cuando era pequeña, odiaba caminar. Era una actividad que odiaba, más, si tenía que hacerlo acompañada de un adulto porque eso solo significaba dos cosas, o que iba a un médico, siempre fui muy enfermiza, o que estábamos de vacaciones y nos íbamos de paseo. Odiaba hacer eso con mis padres, creo que porque, por muy lejos que me fuera, por mucho que me separase de ellos, la sensación de que algo no estaba yendo bien me alcanzaba por el cogote como una garra de acero y me iba poniendo de muy mal humor.
Cuando tuve a mis hijos, caminar se hizo obligación. Había que ir a terapia y buscamos un gabinete que estuviera cerca de casa. Excepto una vez, que se mudaron a un sitio más lejos, a un edificio sin ascensor y al que debíamos acceder por una escalera de caracol. Cuando iba sola, dejaba el carro de bebé en el rellano del edificio y bajaba con el niño en brazos con cuidado de no matarnos. Cuando la terapeuta de mi hija se fue, nos marchamos con ella y, con eso, ganamos calidad de vida. Otro sitio más cerca, con ascensor, junto a un teatro, al que iba a mirar su programación hasta que, un día, el niño, que ya apuntaba maneras de vivir en Avatar, se puso a llorar. No fue un llanto muy grande, yo me había parado y él quería que las ruedas de su carro, a las que él miraba hipnotizado, siguieran rodando. Entonces me salió una señora de no sé dónde y me dijo que el niño molestaba. La miré extrañada y le contesté que no estábamos en medio de una función y me dijo que eso no era importante, que lo vital era que el niño molestaba. Ese sitio, la entrada del teatro que es un patio enorme, no estaba hecha para él. Entonces hice como que pensaba un rato y le respondí después que hablara con propiedad. Que la frase correcta era «el niño ME molesta a MI» y apostillé un gilipollas y un, espero que nunca jamás en la vida te veas en una como yo. El niño al que le toque no se lo merece! Le grité.
Hoy día él camina delante de mi, muy deprisa. Aleteando las manos. Como un enorme colibrí. Siempre me espera en las esquinas. No cruza la calle solo. A veces, cuando me pongo a su altura, le digo que un día, con el aleteo de sus manos, se separará del suelo y saldrá volando. Me devuelve una sonrisa socarrona. «Te quiero mamá » me responde, como si intuyera que si eso sucediera no nos veríamos jamás.
Hoy he vuelto a desvelarme. He notado que el niño, justo antes de abrir los ojos, mueve su cuerpo como si sufriera descargas. Ha abierto los ojos, lo he abrazado y le he dado un beso. Le he recordado que es viernes, que mañana no hay cole, y su sonrisa ha iluminado la habitación. Y nos levantamos a por el viernes!
Cuando decidí pasar por el altar tomé la firme decisión de no ser madre. Creía que el tema no se me iba a dar bien, y no quería joderle la vida a ningún niño con mis traumas y mis leches. Total, que ya llevaba tres años de matrimonio, y a mí la palabra se me atragantaba como un hueso en medio del gaznate, la temía como a un nublado. No quería ser de ese tipo de madres que consiguen que sus hijos vayan a terapia y que acaben de pastillas hasta las cejas.
Un día, hablando con mi marido, acabada de fallecer mi abuela, sobre lo mucho que ella había trabajado para sacar sus hijos adelante, la paciencia que yo decía no tener se puso en medio de nuestra conversación. Él me dijo que, todos los temores que yo exponía, no eran más que ejemplos de que a mí me iba a ir mejor de lo que creía.
Y sin pensarlo mucho, me tiré a la a la maravillosa, dura, aventura de ser madre, y no una, dos veces.
Ha sido y es un viaje tremendo. Cuando entro a casa siento que llego a otro planeta, con unos hijos que, si no fuera porque son mi vivo retrato, no parecen míos. Son buena gente, cariñosos a tope, con los que tengo que ejercer una paciencia que no sabía que tenía.
Me he pegado unos madrugones y unos desvelos que no deseo para nadie. He tenido que pelear, físicamente, para poder dar un antibiótico o por cambiar la ruta al ir a terapia.
Cuando se ponen enfermos siento que mi cabeza empieza a girar como una lavadora y mi ansiedad hace que pueda subir hasta mi casa, en un segundo piso, sin necesidad de ascensor. Pero, cuando echo la vista atrás y repaso todo lo que he vivido con ellos, todas las sonrisas que me han dedicado, todas las cosas que han superado gracias a su esfuerzo, todos los «te quiero» han valido la pena. Y no lo digo porque sí, sino porque ellos dos son lo mejorcito que le podía haber pasado a mi vida.
En una vida hipotética, mi semana ideal sería una en la que pudiera ir a ver a mi madre, tomar café con mi hermana, o irme de copas con mi hermano.
En una vida hipotética, mi hija iría a la universidad y ya estaría contándome por teléfono, entre risas, las anécdotas de vivir y estudiar en la isla de enfrente. Yo le diría que tuviera mucho cuidado y, al colgar, pensaría lo bonito y bueno que es empezar a desplegar las alas para el comienzo de un vuelo en solitario.
En una vida hipotética, mi hijo me diría que se quiere apuntar en tal o en cual actividad, donde también se ha apuntado su amigo X, y que está deseando empezar porque va a ser muy divertida. También me diría que ya está con la cuenta atrás del viaje de fin de curso. «A Disneyland París mamá, qué guay!!»
En una vida hipotética estaría en un chat de padres del cole, que cuando avisaran de una chaqueta perdida, pondría un «No, en la mochila de mi hijo no está» y, seguramente, sería amiga de alguna madre del grupo y nos iríamos a tomar café a la salida del cole.
En una vida hipotética, yo no iría a terapia porque mi vida habría sido una vida sin sobresaltos, con una familia perfecta de un barrio perfecto de una ciudad perfecta. Como la de Truman, que no sabía que la suya era un show, un gran hermano gigante. La mía, al igual que la suya, ha sido objeto de escrutinio, de opiniones no pedidas, de prensa incluso. Pero no de la rosa o de la financiera. De la que se dedica a los sucesos.
Ahora que lo pienso, en esa vida hipotética no habría conocido a la gente que, cuando me iba ahogando me dieron la mano para que eso no sucediera. No hubiera conocido a toda esa gente que me he tropezado en asociaciones y cursos y, que, aún con el paso de los años, tengo entre mis contactos en el móvil.
Si viviera esa vida hipotética no sería la persona que soy, la mujer en la que me he convertido. La mujer que ha aprendido que, si una planta puede brotar entre piedras, porqué no, crecer en la adversidad. Por eso, a pesar de no vivir ninguna semana tranquila, lo acepto, respiro y sigo adelante. Hasta que la vida quiera!
Nombra a los atletas profesionales a los que más respetes y por qué.
El otro día, no mejor, hace ya por lo menos una semana y pico, terminada la clase de Gbody, sí, las clases de los gimnasios pueden tener formas absurdas y las mías empiezan todas por la letra G no me pregunten porqué, y saqué mi mochila para guardar mis trastos y marcharme a mi casa. En esas estaba cuando, al levantar la vista, veo a una compañera en estado de éxtasis mirando una pantalla de televisor que tienen allí en lo alto, sin sonido, y poniendo siempre deportes. Cuando vio que la miraba me dijo: «y nosotros nos quejamos del esfuerzo que hacemos!». Me giré para ver de qué hablaba y, al mirar el televisor, me veo a cuatro deportistas, en París, jugando un partido de pin-pong. Los cuatro adolecían de lo mismo. Una profunda dificultad para caminar y moverse, pero que compensaban con la fuerza de muchos toros en sus brazos. Y me emocioné, tanto, que se me rayaron los ojos de lágrimas y, para disimular, seguí recogiendo como si no hubiera un mañana.
No puedo decir que admire a un deportista concreto, porque todos, solamente con el sacrificio de entrenar duro cada día, con lo coñazo que es ponerse la ropa y decir «vamos!» Que lo hagan para ganar cuatro chavos, por lo menos en este país, me parece de un mérito apabullante. Si a todo eso le añades una discapacidad, del tipo que sea, con todos los dolores por los que debe pasar esa persona que tú ves solo un rato en tu pantalla, yo ya, directamente, les pondría un monumento.
Hay gente que, teniendo una discapacidad como la que debía tener Michael Phelps, que, por lo que cuenta sufría un tdah a la altura del de mi hijo, tienen el mérito de encontrar el deporte que les permite mantener el foco y soltar toda la energía, que, aunque no lo pareciera, podía haber surtido a todo una señora central eléctrica. Y ahí estaba él, con sus brazos extralargos y sus manos como palas, ganando medallas, imbatible.
Luego están los otros, los que son invisibles y luchan porque se les reconozca tal o cual derecho.
Ayer llegó una chica y me dijo que venía a preguntar por su expediente. Le dije dónde debía dirigirse y, cuando le devolví la documentación, me di cuenta de que le faltaba un brazo. Hasta el hombro. La cicatriz había sido coquetamente oculta por un tatuaje muy bonito.
Al salir, después de un largo rato, se dirigió al compañero que la atendió y le dio las gracias. El le contestó que solo había cumplido con su obligación de funcionario, y entonces ella le replicó: «Si, cierto! Pero hay gente que en la vida decide ser un no, y usted ha elegido ser un sí. Yo he tenido la suerte de que me ha tocado una persona que sí» . Pues eso, seamos personas que sí. Si no nos admiran, al menos, iremos dejando impresiones bonitas en los demás!