En mis casi 25 años de casada, treinta y seis de conocer a mi marido, hemos tenido, como es logiquísimo, muchas discusiones. Hemos estado regulinchi, pero jamás hemos dejado de hablarnos. Hasta hace muy poco. Han sido cuatro meses en los que hemos sido compañeros de piso que, además, se soportan solamente.
La historia comenzó en verano. Mi hija nos dijo que quería estudiar una carrera que se da solo en la isla de enfrente y le dijimos que no. Tenía caducada su discapacidad, porque aquí, en este país, debes demostrar cada tanto que, efectivamente, eres autista y morirás así, y es que los números no salían. Ya hicimos un esfuerzo económico brutal cuando le pagamos el bachiller. Pago que hicimos porque deseábamos que siguiese en el instituto con sus amigas. Hay cosas que están por encima de los conocimientos.
Hablamos con ella y ella aceptó estar una temporada opositando. Es una chica con altas capacidades, pero muy joven para algunas cosas de la vida. Cero rencorosa. Ayer vio a la que le ha estado sacando los cuartos, que se acercó para pedirle explicaciones, la gente no tiene maldita vergüenza, de porqué había dejado de contestar a sus mensajes. Lo dicho. Maldita vergüenza. Ella le contestó de manera muy educada, como es ella siempre, y le dijo que le habían obligado a bloquearla, pero que, con lo del dinero, definitivamente, le había cerrado el grifo.
Total, que ella se hizo un estudio en su habitación, y allí se encerró a poner codos. Y, de repente, nuestra vida familiar cambió. Ella está, a veces, 24 horas en casa. Cuando sale a la biblioteca, debido a su ansiedad, se sienta, se levanta para ir dos veces al baño, y se las pira. No puede. Se siente observada y juzgada. Cosas de su mente autista y sus rumiaciones. Ella quiere afrontarlo y prueba cada vez, pero ese está siendo el resultado.
Mi marido comenzó a comportarse extraño. A él el cambio de rutinas no le hizo ningún bien. Y, en el puente de diciembre, la cosa saltó por los aires. Como la discusión lo llevó a lugares no comunes para ninguno de los dos, decidí que, hasta que él no empezara a modificar su conducta hacia mi, ahí se quedaba y podía hacerlo el resto de su vida.
Hace poco, ya con las aguas vueltas a su cauce, bueno, que éramos capaces de estar juntos en la habitación sin querer marcharnos, hablamos de divorcio. Yo temía que dijera que el se querría llevar su parte de la vivienda familiar. Es lo que toca. Él y yo nos hemos dejado la vida en ese trámite tan horroroso de pagar una hipoteca. Pero me dijo que no. En esos meses había convivido con algunos de sus amigos y había decidido que, si llegábamos ahí el que se iba de casa sería él. Yo le expliqué que estaba haciendo números para conseguir pagarle el valor de la vivienda y no irme con los chicos a otro sitio. Me contestó que no la quería. Su parte.
Entonces me preguntó que si no consideraba yo que, aprobando la niña las oposiciones, no sería correcto que ella viviera en un sitio donde llegar a su trabajo sin necesidad de rodearse o apretujarse entre un montón de gente en el transporte público. Y, por supuesto, le dije que si.
Estuvimos hablando mucho sobre lo que le había supuesto el cambio de rutinas. Ha perdido oído además, y eso hace que todo se le haga más cuesta arriba. Pusimos todo sobre el tapete, incluida mi menopausia o premenopausia o qué se yo aún, y vimos que enfrentamos cambios en nosotros mismos y en nuestro entorno. Difícil un cambio para un autista. Encima, la terapeuta de nuestro hijo no va a continuar en el gabinete. Se va a unas calles por encima de donde está ahora trabajando. Otro cambio. No le gustó. Me dijo que a él las cosas le gustan estables. «-No sé si me explico» me dijo. Lo miré a los ojos, intentando transmitirle todo lo que sé y que siento en aquella mirada y le contesté: «¡Por supuesto!»

