Tenía mi hija 7 añazos cuando conseguí quedarme embarazada. Llevábamos seis intentándolo y no había manera. Yo solía explicar con sorna que enviaba cartas a la cigüeña y ella las devolvía al remitente. Un día, en una conversación casual con una amiga, caí en la cuenta de que debía tener, al menos, una falta, y, por ser prudente, me compré un test de embarazo. Y resultó que si. Que estaba embarazada. Y nos alegramos muchísimo los tres. Mi hija quería un/a hermanito/a porque a veces, ser hija única es un poco aburrido, así que, en su caso, se completaba el círculo de su felicidad.
El embarazo fue estupendo hasta que llegó el diagnóstico de la niña, el cambio de colegio, mi trabajo…entonces empecé a sufrir unas contracciones cada vez más fuertes. Aparecían, molestaban una hora o dos, y luego desaparecían. Hasta que llegaron a ocupar muchas horas de un día y se lo comenté a la matrona. Y me dijo que, si seguía viviendo en ese nivel de estrés iba a conseguir dar a luz de manera prematura. Y me fui a mi casa y allí seguí hasta el final del embarazo.
Rompí aguas a las cuatro de la mañana. Para que mi hija no sufriera ningún cambio, llamamos a la abuela materna, que en ese entonces tendría unos setenta años, y, como habíamos planeado ya, la dejamos a cargo de la peque y nos dirigimos al hospital. Para mi sorpresa, me dicen que no estoy de parto pero que debo quedar ingresada. Y yo pido irme. Y ellos me reiteran que ni hablar, pero yo vuelvo a insistir. Nos dejan solos a mi marido y a mi y me dice que si me van mal todos los tornillos de mi cabeza. Que ningún médico quiere que un paciente ocupe una cama si no es imprescindible. Y me quedé.
El parto comenzó a las 7 menos cuarto de la tarde y terminó a las siete y media. Si no llego a estar ingresada, doy a luz en casa. Y el niño era grande, muy grande, y lindo, muy lindo. Al poco de nacer se lo llevaron al nido porque sus niveles de azúcar en sangre eran muy bajos, pero luego estuvo un buen rato conmigo. En la misma cama. Piel con piel. Yo estaba muy feliz porque el enano parecía estar encantado, no solo de conocerme, sino de estar junto a mí. Era un niño muy tranquilo, cero llorón…y todo parecía fluir de una manera maravillosa.
Nuestra luna de miel duró poco. El permiso de maternidad es de 16 semanas y, habiendo nacido él a mediados de mayo, yo debía incorporarme al trabajo el 30 de septiembre porque uní mis horas de lactancia al permiso. Lo puse en la misma guardería que su hermana porque sabía que estaría en las mejores manos, y recé porque los virus fueran benignos con el pobre crío.
Pero no lo fueron. Empezó pronto, mucho, a sufrir bronquiolitis, lo que hacía que me llamaran de la guardería para que fuéramos a recogerlo. Cuando llegaba solía verlo haciendo un esfuerzo enorme para respirar, tumbado en una hamaca pero sonriendo. A consecuencia de todo ello, o eso creía yo, empezó con una pérdida de tono muscular bastante extraña. Tenía 7 meses y no conseguía sentarse. Y al pediatra le extrañó y lo mandó a rehabilitación. Como no podíamos permitirnos esas horas, mi marido y yo comenzamos a hacer ejercicios con el niño mientras estábamos en casa y, en cuestión de dos semanas, cuando volvimos al pediatra, ya era capaz de sentarse en medio de una camilla. Pero a mi aquello me extrañó. Cómo era posible que un bebé que ha nacido a término, sin problemas importantes en el embarazo, con un test de Apgar de diez tenga un bajo tono muscular a los siete meses de nacer? Y entonces fui a San Google. Y éste me respondió. O ha sido un parto prematuro o debería plantearse que su hijo pueda ser autista. Y entonces caí en un agujero interminable. Como Alicia persiguiendo al conejo blanco