Este mes estoy leyendo tres libros, dos de Camilla Läckberg, y otro de un club de lecturas al que pertenezco y que, por la reacción de quien preside el club el otro día, tiene mala pinta. Estoy terminando el primero que se llama «El nido del cuco» y tengo empezado otro que se llama «Alas de plata» de la misma autora, y «Mi nombre era Eileen» de Otessa Moshfegh que es el del club de lectura y que, leyendo los comentarios, va a llevar a sitios por donde no quiero transitar ahora. Me gusta, en estos tiempos convulsos de mi vida, leer algo superficial, rozando las lecturas de Agatha Christie, pero envueltas en el calor o frío del norte de Europa, que tú vas leyendo que tal o cual personaje se derrite y piensas, qué bueno vivir donde sopla el alisio, y luego pones una sonrisa en tu cara y recuerdas que, precisamente por ese clima, suelen pasar los peores meses del invierno en tu tierra.
No creo que recomendara ninguno de los tres libros, a no ser que te guste los asesinatos creados por una mente tan fría como el invierno que la rodea. De Camilla he leído varias novelas, sobre todo cuando he necesitado no pensar en nada, cuando estoy hasta arriba de lo que sea, y solo quiero evadirme. Recomiendo uno de ella que hizo al alimón con otro autor, «El mentalista». Ese sí que me sorprendió y me llevó a lugares de mi pasado igual de oscuros que los de los personajes. Porque, en medio de alguna experiencia, nuestra mente salta como un resorte y todo se va al garete mientras intentas, por todos los medios que no se note que estás intentando salvar los muebles mientras las alarmas en tu cabeza hacen un ruido ensordecedor. Y entonces, cuando estás en ese modo, vuelves a ese día, a esa situación, recuerdas, tú, que a tu cerebro le habías pedido que, por favor, resetease todo aquello, y va el muy cabrón y te lo expone como en una película, no de esas con las que haces la siesta los fines de semana, no, sino con una en la que, al salir del cine, te abrazas de forma disimulada procurando que tu cuerpo vuelva a su zona de confort y no acabes vomitando las palomitas y el refresco. Donde tu mantra se convierte en un «que no se note que te ha jodido» «que nadie sospeche que, una vez, estuviste ahí, pero a tí nadie te gritó un «corten!» Tú viviste eso de una sola toma. Sin ensayos. Sin ficción.
Carezco de un tiempo precioso que me haga combinar maternidad con ocio. Esta semana sólo he conseguido ir al gimnasio dos veces porque, el miércoles, se levantó el niño enfermo y, desde entonces, he tenido que tachar cosas de mi agenda para poder estar con él. Eso sí, ayer viernes me fui a una comida de trabajo con gente del mismo grupo que el mio. Fui porque ya estaba pagada y porque quería estar con gente que habla mi mismo idioma. Cuando terminó la comida, nos reunimos unos pocos a quejarnos del atropello del Ministerio cambiando la Oficina Judicial. Se acabó trabajar para dos jefes, porque me iré a que me asignen tareas durante la mañana y a sacar trabajo de un juzgado que no conozco de nada, con la premisa de que, cuando elegí trabajar en un sitio y que quedara publicado en el BOE ya no sirve absolutamente de nada. Al jefe supremo le sudan mis derechos a tope. Es más, vuelvo otra vez a los tiempos de la incertidumbre. Qué pasará, que misterio habrá puede ser mi gran noche que diría el gran Raphael. En fin, tontadas de primer mundo!
Me he levantado enferma, no sé si de alergia, de, ya no tienes edad para salir y hablar con otros seres humanos, o de covid, aunque a este último lo descarto porque la otra vez me dio un fiebrón importante. Escribo, además, con la ventana de mi habitación abierta de par en par disfrutando del fresquito mañanero, y, quien ha pasado por una alergia importante, sabe que los síntomas se parten la cara unos con otros. Me refiero al covid y a la rinitis.
A lo que iba, a la falta de tiempo. Mi hija anoche me dijo que cuándo iba a escuchar las clases de las oposiciones. Me quedé un rato mirando para ella y pensando que, en Avatar, una enfermedad de este calibre, es una chorrada patatera que no impide a sus habitantes hacer otras cosas. Me dijo, a las diez y cuarto de la noche que yo estaba viendo la tablet, con una congestión importante, y roncando cada dos por tres porque el antihistamínico estaba haciendo efecto, cosas que ella no vio porque claro, en este planeta estar enfermo y jodido solo les pasa a ellos. Yo soy una madre inmortal, creada de sangre de Odín y crines de unicornio. No te fastidies! Tampoco saben respetar que quiero estar a solas, escribiendo, oyendo música o haciendo puenting. Nada! Debes estar atenta a nuestras necesidades y, la mía ahora mismo es la de contarte que me voy a ir de acampada dos días, o que no tiene dinero para comprar lo que hace falta para la comida de hoy. Le recuerdo que tiene padre, pero ella lo llama, en sus morros, papá ausente. Hay que joderse! Mi hijo por otro lado reclamando mi presencia a pesar de decirle que me encuentro fatal. Y así, todo el foco y el peso del día a día recae en mí. Aunque quiera descansar. Aunque me duela la cara y no precisamente de ser tan guapa sino por la congestión. No importa. Debes hacer como Atlas y llevar el peso de nuestro mundo a tus espaldas, lo quieras o no. Sin poder renunciar. Todos los días de tu vida!
Cuéntanos algo que la mayoría de la gente probablemente desconoce de ti.
Hay muchas cosas que la gente no sabe de mi, ni siquiera mis más cercanos. Por ejemplo, tengo mucho sentido del humor pero no ejerzo. No me gusta llamar la atención y no me gusta ser el alma de la fiesta, sobre todo si he tomado alcohol. No quiero ejercer de graciosa, y no solo no serlo, sino notarse que llevas varias copas, y lo que estás haciendo, en realidad, es el ridículo.
Tengo un problema con lo de beber alcohol. Siempre he creído que lo hacía en exceso, tal vez porque he llegado a tomar una copa de vino tinto a diario, o dos, y ya a mi eso me parece absolutamente excesivo. Me gusta tomar un vino mientras leo un blog o un libro, en el silencio de mi cocina. En uno de esos pocos momentos que son para mí, siendo observada muy de cerca por mis hijos. Y no me gusta.
Mi opinión es que debería beber cero cantidades de tinto. No porque vaya a botella diaria, que no, pero que puedo animarme y hacerlo! sino porque he visto en mi familia los estragos que ha hecho el alcohol. Mi abuelo bebía y, cuando no venía a casa borracho, formaba un espectáculo que solía consistir en tirar y romper algo, o abofetear a alguien, y luego echarnos a todos a la calle. Cuando me dijo mi terapeuta que era por el síndrome de abstinencia, caí en la cuenta de hasta qué punto vivía ese tóxico clavado en su cerebro. Uno ve cosas y las normaliza y no pone nombres. Aquí una abuela, que tenía mi edad, aquí un alcohólico. Yo vivía con ellos, con toda mi familia materna, así que se daba la circunstancia de que, a veces, acabábamos en casa de mis padres, como si, en vez de quedarme porque aquella era la habitación de mi hermana y mía, me hicieran una caridad. Lo que tiene no pertenecer a ningún sitio! Recuerdo un fin de semana en el que yo estaba con mis padres, y sonó el timbre de la puerta. Fue a abrir mi madre, y, al hacerlo, nos encontramos a toda su familia con cara de circunstancias. Recuerdo también a mi tío, sujetando la jaula de un canario, tomándose aquella situación a la risa, hasta que su mente se quebró en algún punto de todas aquellas situaciones y, con 57 años, sólo dos años más que yo ahora, dijo que estaba cansado de luchar contra aquél monstruo de su cabeza y, sin despedirse, marchó en busca de su madre, que ya había partido diez años atrás.
No me gusta vivir con muletas. No me gusta apoyarme en algo que no es más que un tóxico. No me conviene porque tengo el colesterol alto, pero luego descorcho la botella y se me pasa. A pesar de que puso a mi familia del revés, a pesar de que mi madre se reconocía como una alcohólica social y que procuraba socializar mucho para poder ejercer de tal.
De tal palo tal astilla, me dirían. Pero yo no quiero ser la figurante en la vida de otros. Quiero ser la protagonista de la mía. No deseo ver cómo otros me miran mientras yo hago el tonto sin ser consciente de que lo estoy haciendo. Qué pesados nos ponemos al beber! O qué agresivos…! No me gusta perder el control. Pero claro, estuve tantos años buscando la forma de tomar los mandos de mi vida para no estrellarme, que ahora control es mi mantra, y resulta igual de estresante sostenerlo en el tiempo que flagelarme cada vez que tomo una copa. Me han pasado muchas cosas. Cosas que no puedo contar porque me resultan dolorosas. Por eso el afán por controlar y ser prácticamente perfecta como Mary Popins. El martes me voy de viaje y me he prometido no beber sino refrescos o agua. A ver qué tal me va! Me voy a Andalucía, a Córdoba, y, si me da tiempo, escribiré algo del viaje. Por dejarlo escrito. Para que no se me olvide que he viajado dos tristes veces con amigas y me lo he pasado genial. Voy con tres amigas y mi hija, y me vuelvo el sábado a mediodía. Así que, si Dios quiere, no acabaremos hasta el parrús las unas de las otras. Que cuando nos hacemos mayores vamos teniendo la patología de nuestras coñas y rutinas. Tenemos tres visitas programadas y luego daremos paseos hasta que el cuerpo de mis amigas aguante. O el mío! Que ya no somos unas niñas…excepto mi hija!
Cuando piensas en la palabra «éxito», cuál es la primera persona que se te viene a la mente y por qué.
Nacer con un mapa neuronal distinto puede ser una suerte o una desgracia según cómo lo mires. Hay padres que darían todo lo que tienen si su hijo o hija no fuera de la manera que es, muchas veces sin saber que, esa persona, escucha, entiende que se habla de ella, se enfada, se alegra o se entristece por lo que oye a su alrededor, pero sufre metida en una maraña mental que le impide decir lo que le pasa.
Al nacer mi hija supe que algo iba rematadamente mal, sin saber qué exactamente. Como a esa gente a la que vendan los ojos y luego les lanzan unos contrapesos que deben evitar sin saber por dónde viene el golpe. Tan es así, que, cuando aún no tenía un año, y porque la opinión general era que yo, como madre, no estaba al nivel que se esperaba, busqué un jardín de infancia donde ponerla. Yo no trabajaba pero no daba la talla. Entonces pensé que, con una guardería, podría apuntalar mis terribles carencias.
Mi hija no hablaba, no señalaba, no mostraba ninguna emoción en su cara y, cuando cambiabas el camino a la guardería, o cuando se sentía frustrada, formaba unos líos tremendos, pero como sus progenitores eran principiantes, y sin saber qué teníamos entre manos, decidimos delegar en «gente experta».
La guardería resultó no estar a la altura. Estaba dirigida por personas cuyo único currículum consistía en tener muchos hijos. Eran un matrimonio Hasta ahí la experiencia. Les quedaba enorme mi niña. Tampoco tenían a gente profesional. Recuerdo que una vez, al llegar a recoger a mi hija, pasé hasta su clase, enfadada como un miura porque tocabas a la puerta y tardaban hasta veinte minutazos en abrir. Que digo yo, que dónde diablos estaba el personal. En fin! Lo dicho! Llego a la clase y veo a mi hija rodando encima de un espejo que se encontraba de pie una y otra vez. Le pregunto a su profesora que si considera que mi hija es una niña normal y me pregunta que en qué sentido. «En el sentido de que todos juegan menos ella, que rueda sobre ese espejo». Se ríe. Me dice que eso es normal. La miro y me pregunto cuántos niños habrá tenido en su vida, pero yo, he ayudado con unos cuantos y ninguno llevaba ese perfil. Salgo con la palabra autismo girando en mi cabeza.
Luego vino el diagnóstico, el enseñarla a hablar, a señalar, a quitarle los pañales, a apuntarla en natación, a quitarle el biberón porque ya tenía 3 años, y porque necesitábamos apuntalar su retraso madurativo, cambiarla de guardería, que fue dificilísimo porque, un niño o niña diagnosticado, requiere de una atención extenuante y no todas están dispuestas a asumir esa responsabilidad y ese gasto.
En contra de lo que decía su terapeuta, cuyo diagnóstico decía que no era autista, la puse en inglés. Se suponía que el problema que mi hija llevaba tenía que ver con el lenguaje y, ponerla en idiomas era pegarse un tiro en el pie. Me arriesgué. Porque yo sabía que el problema era muy profundo y, hacía años, cuando vi que se apagaban sus ojos y dejaba de mirarme, primero grité y luego juré que, donde quiera que hubiera ido yo iría a buscarla, la encontraría y la ayudaría. Solo quería que fuera feliz. Lo de los idiomas fue un éxito, lo que demostró, de nuevo, que el diagnóstico no era el correcto.
Luego vino el colegio, que la acogió a ella y a la loca de su madre que enviaba correos a diestro y siniestro, que daba consejos, que mandaba a la terapeuta a ver cómo se podía encajar a mi hija en un grupo ya formado, con niños que se conocían desde los 3 años. Pedí una profesora en el patio porque captamos abusos por parte de algún chico de clase. Ya ella, sin poder relatar, era capaz de reproducir conversaciones que se daban a su alrededor y que tenían que ver con su persona. Con «te vamos a dar para el pelo» mayormente, y así cortocircuitamos a todos los que lo intentaron, incluido algún profesor peor incluso que ese alumnado.
Hoy día mi hija habla, señala, aunque cuando tú le haces lo mismo a ella, debes situarte por detrás, girar su cabeza en la dirección que debe mirar y hacer como si tu brazo fuera el suyo para que ella vea lo que quieres enseñarle, hace de comer, tiene un móvil con el que se comunica con el mundo, y ha sido capaz de presentarse a unas oposiciones a justicia sin explotarle el cerebro. Y no lo digo por el estrés, que también, sino porque como se me parece, aunque ella es más guapa, se le acercaron un montón de desconocidos a saludarla y desearle suerte, sin devolver ella ni un exabrupto, producto de la sorpresa de que alguien se te acerque y te achuche.
Cuando pienso en éxito pienso en mi hija. Porque fui a buscarla, a rescatarla, y resultó que me mostró Avatar y entonces supe que no necesitaba ser rescatada. Que Avatar era un sitio difícil pero no terrible. Me ha hecho de cicerone y yo hice lo propio con el mundo terrícola. La próxima semana nos vamos de viaje. A celebrar que nos encontramos. A celebrar todos sus éxitos.
¿Cuándo fue la primera vez que te sentiste adulto de verdad (si es que te ha pasado)?
Es curiosa la pregunta, pero yo la cambiaría por un ¿alguna vez te has sentido niña? Y ya estaría contestada.
Viví mi infancia en un «ay!» percibiendo claramente que, mis padres, no tendrían mucho recorrido juntos. Es curioso eso porque, en este país, el divorcio no entró en vigor hasta el año 81. Mi madre se fue en el 83. Así que fueron un montón de años de esperar lo inevitable, de ver cómo ambos demolían lo que habían construido, hasta los cimientos y yo no hacía más que pensar en que, se puede no querer, pero no se debe faltar el respeto. Ella se lo faltaba a él, y él se alejaba de sus hijas como si contuvieran el foco de todos sus problemas. No era consciente de que el problema dormía a su lado cada noche. Cuando mi madre lo dejó, nos mató y enterró en un jardín mental de donde no hemos vuelto a salir. Ni siquiera cuando alguien, como para fastidiar, le pregunta que qué tal estamos, lo cual tiene muchos bemoles porque es que no tenemos contacto con él desde el año 2003. En el velatorio de mi abuela a quien ese señor llamó su suegra, se presentó a dar sus respetos a una mujer que, si hubiera podido se hubiera levantado y le habría torteado la cara. Si hubiera conocido la última conversación que tuve con ella! Si hubiera imaginado siquiera que «su suegra» me preguntó cómo no podía quererme si yo debía ser mirada con orgullo! Hablábamos de mí, claro, porque no estaba mi hermana presente! Ella llegó días después, destrozada por la muerte de su abuela, que decidió partir con una parca que se le apareció casi al amanecer, en forma de infarto, y del que no despertó. Siguió durmiendo. Soñando con su madre, una mujer adorable que vivió una vida durísima y que pasó con ella un montón de años hasta que marchó de su lado por las mismas causas por las que luego partiría su hija. El corazón. Ese que no cabía a ninguna de las dos en el pecho. Cansado de trabajar en casa, de aguantar maridos, de criar hijos, todo ello con situaciones que, de vez en cuando, las hizo salir en los periódicos. Ese era el nivel. Esa era nuestra vida. Y digo nuestra porque mis padres, en un alarde de, vamos a ser irresponsables y vamos a serlo mucho, tú por joven y yo porque me importan cero mis hijas, me llevaron a vivir con mi abuela a una casa que yo definiría como una casa de grillos y un camarote de los hermanos Marx todo junto y a la vez. Ahí sí que pude ser niña. Un rato. Jugando con mi tía pequeña y con mi hermana, que solía estar en todos lados, como un protón rubio lleno de energía. Entonces sí. Entonces fui niña. Hasta que todo saltó por los aires. Y entonces esa niña murió. No solo en la mente de mi padre, sino espiritualmente. Y comencé a dar pasos en la vida adulta. Sola. Sin ayuda.
Háblanos de un tema o asunto sobre el que hayas cambiado de opinión.
Uno cambia de opinión muchísimas veces. A veces porque la información que tienes es solo la que te ha dado una parte y, ante la versión de la otra, con pruebas, porque claro! tendemos a sentenciar sin ser objetivos, o eso hacía yo en otros tiempos, ya vemos el cuadro completo y nuestra mente vuelve a hacerse otra composición diferente.
Hoy día, con los años que tengo, las lecturas que he devorado, las experiencias, las enseñanzas, han dado como resultado una persona distinta a la de antes. A veces me veo con 18 años, con la parte de atrás de la cabeza rapada, cuando antes las mujeres debíamos ser monocordes, mis pantalones gastados porque mi padre me pasaba una miseria y, de ella, debía descontar lo que se llevaba mi abuela, y mi camiseta raída y cool. La ley decía que debía ser todo para ella, pero mi abuela respetaba los cuatro chavos que me tocaban y que me daba para que yo hiciera con ellos magia. De ese dinero, 60 euros de los ochenta, debía salir, la ropa que me ponía, los libros que me compraba, ojo cuidado que iba al instituto, el transporte, y el maquillaje. Si quería visitar un médico privado debía reunir el dinero mes tras mes. Así que, en ese tiempo, todo mi comportamiento giraba en torno a demostrar que era una rebelde. Que mi padre podía no quererme ni cuidarme, pero que tampoco me importaba. Que yo era tan feliz a pesar de escucharle decir que no volviera A SU CASA, a molestarlo. Que no me afectaba ver cómo hasta mi abuelo, que era para darle de comer aparte, me mostraba más cariño que él, y que, así y todo, no dudó en echarme a la calle a los quince años. Una semana durmiendo en casa de su hermana, y al cabo de esos días, entré de nuevo. A pesar de decirme que allí no pisara más. A pesar de pensar que, tal vez, aquél sería mi último día en La Tierra. Porque no tenía dónde ir. Y si, pensé que si era mi último día que así fuera porque de esa manera acababa ya con toda aquella mierda.
Durante un montón de años, y con ese bagaje personal tan deprimente, pensé, de verdad verdadera, que no era merecedora de afectos. Tal vez por esto mismo llevo con mi todavía marido 37 años. Pensaba que, en otra vida, había sido una Elisabeth Bàthory de la vida o algo así, y que debía purgar, en esta, el pecado de haber matado a aquellas chicas vírgenes y pobres como ratas. Ese era mi estado mental cuando llegué a terapia más de 35 años después de todos aquellos acontecimientos. Creía, estaba convencida, de que merecía lo que recibía porque había algo malo en mí.
Ya llevo cinco años de terapia. Creo que, de hecho, cumplo los cinco en este mes de octubre o ya los hice en septiembre. Da igual. Ha sido un viaje hacia dentro maravilloso. Un conocimiento sobre mí que ni Jacque Coustó en sus sueños más húmedos. Porque, es cierto que no soy un tesoro real, pero estoy aprendiendo a quererme y protegerme como si lo fuera. Es una pena que esté en estas lecciones de vida de forma tan tardía. Pero no importa. He cambiado sobre la forma en la que me miro al espejo. Y eso, amigos, vale oro!!
Si pudieras organizar una cena y estuviera garantizada la asistencia de todos los invitados, ¿a quién invitarías?
Si tuviera que organizar una cena, la haría en mi casa del sur, donde me encuentro desde ayer porque Avatar sigue a oscuras.
Ahora nos han pedido hacer un certificado energético, o bono energético, o roba bolsillos energético, no sé su nombre concreto, que vale, según quién, 350 euros. Consiste en llamar a un electricista, a poder ser de confianza, que te dice, cómo no, que debes cambiar el cuadro de luz, por el módico precio de unos 400 euros, más la documentación que debes aportar, y, en unos días, con suerte lunes o martes, estamos con el puñetero papel. Luego debemos llamar a los de la luz y ya, si que si, nos conectarán a la Red eléctrica, esa que nos deniegan porque hemos sido unos dejados. No porque no hayamos pagado, no porque hayamos dado una patada en la puerta y allí me colé y en tu vivienda me planté, no. Porque ha muerto el titular. Nada de una carta dando aviso o dando un plazo, no. Se acabó y punto.
Haría, como dije más arriba, una cena aquí en la casa que amaba mi madre solo con gente a la que amo. Contrataría un catering, y los sentaría a la mesa, preguntándoles como fue el pasar al otro lado, si han coincidido, si son felices. Seguro que, entre la gente invitada, mi madre traería a su abuela, a la que adoraba, y la pondría al día de todo lo que no vio tras partir. Seguro que nos presentaría con orgullo porque hizo un gran trabajo con nosotros.
Invitaría, como no, al marido de mi madre. Para agradecerle tanto y para decirle que lo que dijo su hijo menor en su misa es compartido por cero personas, pero que eso ocurre cuando a tus hijos, a la primera queja de que algo les faltaba, les llenaba las manos de dinero. Y resulta que el muy ingrato dice que quería amor! Anda! Lo que le duele es no recibir lo mismo que sus hermanos porque ya exigió su parte estando tú vivo!
Hablaría con mi tía, si quiere venir a la cena, y la dejaría dejarse abrazar por los que la aman. Tal vez si los vuelve a ver, encuentra su camino de regreso hacia su recuperación. Instaría a su hermano para que le aconsejara. Nadie mejor que él para eso. Él no consiguió volver, y siguió cayendo hasta que la cuerda que rodeaba su cuello lo hizo irrecuperable. Lo alejó de nosotros. Le preguntaría si al menos encontró algo de paz mental.
Terminada la cena, los abrazaría a todos, uno por uno. Para recordar su olor, para volver a memorizar su voz, para hacerles sentir todo el amor que quedó en mi y que he transmitido a mis hijos. Tal y como hace la propia energía que se expande por todo el cableado de la vivienda y que ahora me niegan en Avatar.
Mis hábitos diarios han saltado por los aires. Al ingreso de mi suegra, que ha dado un bajón y ahora no camina, se ha unido el hecho de que, en la madrugada del miércoles al jueves, sobre las 4 de la mañana, nos quedamos sin luz. Primero pensé en un corte de energía normal y corriente. Luego me asusté cuando vi luz en el resto de la escalera. Llamé al portero de la finca que viene temprano y bajamos a mirar el contador de luz. Vimos que estaba la palanca bajada y pensamos en una avería. Le digo a mi marido que avise de esta y, ya solo eso, costó un mundo. Cuando pusieron número a la incidencia, nos dijeron que llamáramos si pasaba cualquier cosa. Me llaman los técnicos de la compañía y me dicen una dirección que no conozco. Que a ellos le dijeron que fueran alli. Me explican que debo abrir otra incidencia y a eso me dispongo. Cuando llamo por última vez, me dicen que no es una avería, que es un corte en toda regla porque, en 25 años que pagamos las facturas, 25 de los cuales los empleé en correr detrás de mis hijos y en decirle a mi marido que cogiera el teléfono y lo arreglara, no habíamos cambiado la titularidad. Y el antiguo dueño ha muerto. Y sus herederos le dieron de baja. Entonces, temblándome la voz, le pregunté a la operadora que si no podía pasarme con los comerciales y me dijo que no. Que eso debía hacerlo yo. Le susurro si no entiende el trastorno que esto me supone. Me empieza a doler la cabeza. Voy a la clínica y le explico las cosas a mi marido. Me dice que llame yo que él ya tiene suficiente con lo de su madre. Le replico que no voy a enmendar su error y, que ya puede ir llamando que esto va a ir para largo. El dolor de cabeza se me intensifica. Entonces lo veo que empieza a buscar compañías que ofrezcan lo que pagamos hasta ahora y llama a una de ellas. El comercial le dice que va a poner el expediente como prioritario y que, en 48, volverá la luz. 48 horas. Lo que era dolor de cabeza se vuelve migraña. El viernes recibo un SMS diciendo que, en quince días estará todo resuelto. Comienzo a vomitar. No se me pasa la migraña y ya ahora me ataca duro. Aún así, hago una captura de pantalla, se la envío a mi hija, para que se la enseñe a él. Llama a la compañía y le explican que no, que los expedientes tardan como una semana en resolverse se ponga como se ponga y se vaya con quien se vaya. Yo voy de camino a la farmacia, moribunda, a comprar las pastillas para ese dolor.
Cuando despierto, ya estoy sin dolor pero con toda la ira. Mis hijos, desregulados total por la falta de dispositivos, y de rutinas, no hacen más que llorar. Avatar se ha quedado sin luz, sin energía, sin ayuda, porque encima no va a casa de su madre para nada, ni para coger una bombona de gas, ni para una lavadora, ni para enchufar ninguna cosa…así que mi cabreo es uno sordo y lleno de cosas que debo eliminar antes de abrir la boca y dar un mal paso. Estas cosas pasarán a otra gente? Lo dudo!
Ya cuento los días para irme de vacaciones. En 10 días o así me iré a la vivienda del sur porque allí tengo civilización. Luz, agua caliente, WiFi… Él va a tener que hacer el pensamiento de que con su madre habrá de hacerse algo, básicamente porque el no caminar limita muchísimo su vida diaria. Ya no puede quedarse sola y va a necesitar una ayuda que no puedo darle. Y si él se la da, sería a costa de dejar incluso de trabajar, o de estar con su familia, o mucho peor, sin sus amigos. Así que este es el panorama actual en este planeta. Ya hoy he empezado a ver algo de luz en el corazón mismo de Avatar. Me he puesto de puntillas y he visto a sus habitantes cogerse de las manos, poner su energía en que, en algún momento, el corazón de Avatar volverá a latir. Aún me dura el dolor de cabeza pero, ahora, al sentir esa energía, ha empezado a diluirse. Despacio. Sin miedos.
¿Qué comida te transporta inmediatamente a tu infancia?
Nunca fui muy amiga de la comida. Ella y yo tuvimos una relación amor-odio durante mucho tiempo. El amor provenía de lo que hacía mi madre, el esfuerzo que ponía y mi odio estaba en la poca retentiva de ésta en mi estómago. Tenía una facilidad para vomitar enfermiza, pero todo era producto de un sistema nervioso alterado. Siempre sentí que, en mi casa, no funcionaban las cosas bien. Mi sexto sentido estaba fijo alerta, no entiendo de qué puesto que no habían discusiones, ni gritos, ni llantos. Era el desamor lo que lo llenaba todo y volvía mi vida de color sepia. Siempre me viene este color a la cabeza cuando hablo de tristeza pero es que, si retrocedo en el tiempo, las imágenes de mi cabeza son de ese color.
Luego me mandaron a vivir con mi abuela, con la excusa de que la casa donde vivíamos me enfermaba. En vez de plantear una mudanza, decidieron que, ya si eso, me mudara yo. Mi progenitor estaba encantado. Yo era una niña con muchos problemas físicos, que lo miraba con ojos escrutadores, desde la distancia que ponía la falta de cariño de él hacia mi. Lo noté tan pronto que, muchos años después, cuando me dijo que dejara de molestarlo, esto es, «deja de pedirme que me comporte como un padre» casi exclamé un: «por fin hombre!! Menos mal!! Caretas fuera!!»
Total que en casa de mi abuela estaba de lunes a viernes y, con mis padres, los fines de semana (que también pasábamos con mi abuela). A mi madre debió darle algo de mal rollo haberme mandado a otra casa llena de gente, todos con unos problemones sobre sus hombros enormes, tratando de salvar su propio pellejo, dos de los cuales perdieron su salud mental. Y yo allí. Con 6 años. Sin entender porqué no se me quería lo suficiente para vivir en familia. Con mi hermana! Pero lo cierto y verdad es que, al alejarme, me relajé y comencé a comer.
Mi abuela era una cocinera cojonuda pero siempre hacía platos de cuchara por esto de alimentar a un regimiento. Cuando iba con mis padres, siempre íbamos a la playa los fines de semana, y mi madre preparaba su plato estrella. La ensaladilla rusa. Estaba fresquita, tenía verduras envueltas en mayonesa, cosa que de niña era de agradecer, y estaba deliciosa.
Mi madre me llamaba para que saliera del agua, me ponía una toalla, me sentaba en la arena caliente para quitarme el frío, y me ponía el plato de plástico sobre mis rodillas. Y así comía. Como un mono de Gibraltar en esas paredes verticales, sintiendo que, si daba un paso en falso, caería al abismo. Entonces activaba mi instinto de supervivencia y elegía qué paso sería el siguiente en mi vida. Como un general estratega. Como la Napoleón de una vida. Cruzaba los brazos y me quedaba mirando al infinito. Como sin fijarme en lo que pasaba a mi alrededor. Escudriñando cómo avanzar cuando todo era obstáculo.
Luego sentía la mirada de mi madre y volvía. La miraba de vuelta. «En qué piensas Tatita?» Y yo le devolvía la sonrisa, me escogía de hombros y me levantaba corriendo para ir al agua para así evitar el mal llamado corte de digestión. Me tiraba en la primera ola y, al sacar la cabeza pensaba: «sigues viva, mantente así. Viva. Lista. No se te ocurra dar un mal paso o acabarás cayendo al abismo» Ese abismo que se tragó a mis seres queridos. A dos de ellos. Otros han ido girando como absorbidos por un torbellino de agua hasta desparecer, en una caída agónica.
Yo ya no vivo en una pared vertical. Ahora tengo suelo a mi alrededor y ya no hago ensaladilla. Porque ya no está mi madre. Porque ya nada es igual sin su magia. Porque ya no necesito pensar en cómo sobrevivir. Yo ya solo vivo hasta que la vida quiera y solo me dedico a saborear los frutos recogidos. Acariciando la cabeza de aquella niña lista, estratega, luchadora que me trajo hasta aquí. Gracias Tatita!
Ayer, después de la orla, nos fuimos a cenar todos juntos. Yo estaba que si me tocabas te daba descargas eléctricas. Encima, hacía muchísimo calor en un salón de actos lleno hasta la bandera. Mientras fuera iba refrescando, dentro hacía un calor como de 40 grados. Además, porque mi hijo es muy caluroso, le puse manga y pantalón cortos al contrario que sus compañeros que se suponen que ya son hombres y bla bla bla, y nos ponemos manga y pantalón largos y bla bla bla. A mi me parece una soberana estupidez. Algunos no tienen 12 años aún! En fin! Mi marido, muy bajito me dijo que me había lucido. Me guardé la respuesta para más tarde porque detrás de mi había un grupo contando su horario laboral, sus años cotizados, sus derechos, que qué calor hace, que me abanico como una vieja (mientras yo blandía mi abanico delante de sus barbas) que si no subas o bajes que te vas a caer (a una niña pequeña harta de esperar tanto rato) es decir, que no estaba la cosa como para hacer una confidencia.
Como ya dije, nos fuimos a cenar a un centro comercial que odiamos por estar a reventar pero que a esas horas, era de lo poco abierto. Nada más sentarme le espeté a mi marido: «me equivoqué de outfit como de marido» y, tras eso, me soplé tres cañas de cerveza. Mientras me las tomaba recordaba la semana que por fin dejaba atrás. Una en la que iba sola a comprar la ropa con el niño, en la que estudiaba con él los verbos irregulares (sacamos un 9) en la que quedaba con el señor para que pintara la habitación de mi hija, en la que luego me puse a limpiar el suelo de rodillas. Esa semana en la que olvidé que tenía terapia porque llevábamos más de un mes sin ir y tenía el foco puesto en la orla, en la que, encima y además, por fin la ex terapeuta de mi hija se dignó a responderme al mensaje que le envié diciéndole que a los pacientes no se les deja con un mensaje de móvil. A los pacientes se les llama y se les cuida. Hasta el final. Me contestó que probablemente tuviera razón pero daba igual porque ella había elegido y lo hizo de mala manera. Debió caer en la cuenta de que la había quitado de mis contactos. Ayer también lo hice de nuestras vidas. Antes de salir a la orla.
Cuando volvimos, agotados pero felices de que todo hubiera pasado, me pregunta mi marido que si he lavado la camisa que lleva al trabajo. Le digo que no. Me contesta que qué se pondrá ahora y yo le replico con un «otra camisa?» Me pregunta que qué hecho en estos 5 días que no he puesto la lavadora. Sí lo he hecho, pero su camisa estaba en el sustrato inferior, mientras él ha estado de asaderos y de salidas en Kayak. Pobre!! Un minuto de silencio por sus huevos plehistocénicos!! A esas alturas, con el pijama puesto, le he contestado que nada. No había aliento casi ni para decir mu. Luego he abrazado fuerte a mi hijo. Le he susurrado que era un campeón y hemos caído dormidos a la vez. Mientras, el mundo ha quedado en pausa. A la espera de que deshagamos el abrazo. Que abramos los ojos y nos demos los buenos días. Sin saber ni en qué día estamos. No importa. Uno en el que estamos juntos, es un buen día.