¿Qué es lo que más te gusta cocinar?
Si no fuera madre, nunca, jamás, en la vida, me hubiera acercado a la cocina. Cuando mi aún marido y yo hicimos nuestros votos, que consistió en pactar dentro de un Ford Fiesta azul metalizado qué rol tendría cada uno dentro de casa, él me dejó claro que lo de recoger, no le iba en absoluto pero que cocinar si que le gustaba. Así que eso se pactó y fue inamovible hasta hace un año aproximadamente. Perfecto para mi. Además, en ese entonces tenía un trabajo a tiempo parcial y tenía tiempo para mantener la casa ordenada. Él, si trabajaba todo el día siguiente, el anterior dejaba comida preparada para yo comer y marchar al trabajo. Ahora ya eso se ha terminado. Pero por aquí hay miles de bares que ponen menús diarios y, aunque yo iría todo el día con un bocata, mi hija no. Y allá que nos vamos en amor y compañía. A hablar de cosas que no tengan que ver con lo que nos pasa a su padre y a mi, sino de sus cosas y un poco de las mías.
Al llegar los hijos, el tema cocina se convirtió en una especie de menú a la carta, no me gusta la carne, yo quiero Poké-Poké, podemos ponerle tofu al puré? A mi no me gusta el salmón…y el hacer de comer se volvió una obligación que hizo el amago de pasarme el relevo a mi, aunque yo, gustosamente, lo solté y dejé que cayera al suelo. Faltaría más! Yo para médicos, medicinas, terapeutas, profesores…menos la dentista, el resto lo he llevado yo, plus trabajo, plus casa, plus oposiciones, plus promoción interna…y me he negado a claudicar cediendo mi minúsculo terreno al pater familia (así se hace llamar) Hasta ahí podríamos llegar!
Las vacaciones las pasábamos con mi madre, y ella, siempre, cuando llegaba mi cumpleaños, que es en verano, me preparaba mi plato preferido. La ensaladilla rusa. Ni idea de porqué es mi preferido pero he probado miles, y, como le quedaba a mi madre, poca gente. Mejor dicho, ninguna. Total, que al fallecer ella, se suprimió en mi vida también el hecho de que alguien hiciera algo por mi por darme un capricho. Un mimo. Finito. Así que, un día, me puse a pelar papas, a sancocharlas, a ir metiendo ingredientes, a recordar, mientras hacía esa tarea, las conversaciones con mi madre mientras cocinaba, nuestras risas, el cómo nos íbamos poniendo al día de lo que nos había pasado en ausencia de la otra y que no podía resumirse en una llamada telefónica. Al terminar había cocinado yo un plato decente que gustaba mayormente a mi hija y a mi. Me pregunté para qué diablos había hecho aquél caldero y me respondí que para abrazarme. Para darme un gustazo.
No suelo dirigirme a la cocina muy a menudo, no me gusta transigir en que él se encarga de la comida y yo de todo lo demás. Como digo, he cedido tanto, que el terreno que piso debe ser del tamaño de un dedal. Pero cuando lo hago, suelo tener detrás a mi madre y a mi abuela, las dos alucinando muy fuerte por el hecho de verme entre fogones. A veces las oigo reírse, mientras ellas también se ponen al día la una con la otra de los 16 años que estuvieron sin verse.
Cuando acabo de cocinar y de recoger, me pongo un plato de postre de lo que he cocinado, una copa de vino, y brindo con ellas el haber formado parte de mi vida. El hacer de mi la mujer que soy. Y en ese instante me quiero, me amo fuertemente.