¿Has infringido la ley alguna vez de manera intencionada?
Ella fue a aquel negocio con el único propósito de llevarse un collar que había visto entre la mercancía de la joyería donde estuvo trabajando unos meses. Dejó de trabajar allí porque supuso que algo turbio habría en un negocio que vendía algo que no había pasado por los canales legales.
La pieza era suya! O mejor, de su madre, y que ella había heredado. Hacía un par de años había pasado por una situación muy dura económicamente hablando, y había decidido empeñarla. Lo hizo en el mismo sitio donde solía ir cuando no llegaba a final de mes, porque antes del collar había empeñado su televisor, un aparato de música que estaba casi sin usar, y siempre había vuelto al rescate, y nunca tuvo ningún problema. Pero ese mes no necesitaba un poco. Hacienda se había soplado casi todo su sueldo porque el año anterior había tenido dos pagadores. Y ya sabemos que, cobrar de un trabajo de mierda del que te echan cuando ha terminado la campaña de las rebajas veraniles, y luego cobrar el paro, te da categoría de millonario.
Total, que necesitaba mucha pasta y llevó el collar a empeñar. No le dio lo que esperaba, nunca lo hacen pero pudo pasar el bache. En dos meses se había recuperado. Estaba trabajando en una tienda de bolsos de lujo que pagaba bien, un poco para que tuvieras las suficientes tragaderas de lidiar con las clientas «exigentes» por decirlo suavemente. Y para su sorpresa había vendido el collar, o eso le dijo. Al principio le explicó, de manera calmada que no había pasado el tiempo para que él pudiera disponer de la joya. Al final, vinieron dos armarios roperos a echarla de la tienda de empeños porque sus gritos se oían en toda la calle. Lloró amargamente su suerte hasta que, trabajando en esta joyería, dos años después, la vio allí. Y decidió recuperarla.
Llevaba dinero para comprar una joya pequeñita que sería el modo de distracción para llegar al collar. Se puso su mejor traje, y se plantó allí saludando a todo el mundo, porque para volver sabía que debía caer bien, y pidió ver un anillito con una perla que iba a regalar a su hija por su comunión. El anillito limitaba al este con SU collar. Se puso a hablar con todo quisque, hizo llevar a su antigua compañera a un lugar donde sabía que había ángulo muerto en las cámaras de seguridad, contó mil anécdotas divertidas y, con las risas, la señora que la atendía le dijo que necesitaba ir al servicio. Le dijo que mirara lo que quisiera que volvía en un pis pas, y, mientras ella se iba y volvía le dio el cambiazo al collar original por una copia muy buena que había conseguido gracias a una de aquellas clientas que iban a la tienda de bolsos caros. Su marido se dedicaba al arte de hacer buenas copias de joyas reales a un precio razonable. En realidad era un flecha de la falsificación. Le llevó una foto que había hecho al collar antes de empeñarlo y, al poco volvió a recoger aquella maravilla, que ahora descansaba en la bandeja de la joyería como muestra indiscutible de que el copista era un artista. Y así, con su anillo de perla, su sonrisa encantadora y la joya de su madre en su bolso, salió de allí sabiendo que no volvería jamás. No sabía cuánto tardarían en darse cuenta del cambiazo, pero estaba claro que debía coger las de Villadiego. En otro país, con sus hijas. Ya tenía la documentación. El «artista» le había soplado una pasta por la documentación falsa. Pero ya sabía que había valido todo la pena. Porque solo defendía su legado, y, ante eso, era imparable.