Describe una fase de la vida a la que te resultó difícil decir adiós.
La vida tiene varias etapas. Está la infancia, que, para muchos suele ser un disfrute, y en la que uno debe dedicarse sólo a jugar y a aprender. No en el cole. O si, también, sino en la vida misma. No tuve esa suerte. Mi infancia, hasta el nacimiento de mi hermana, fue un asquito.
Luego está la adolescencia, esa en la que, cada vez, se entra antes. Cualquier rato de estos tendremos bebés con problemas existenciales y granos. Esa etapa, mi etapa, si la infancia fue un asco, se la puede catalogar de infierno.
Llega la madurez, y con ella, la época de pagar facturas, tener hijos, trabajar (con mucha suerte en lo que quieres) y es, quizás, en mi caso, y a pesar del tema hijos, la menos penosa.
Y por último la vejez, con la que disfrutas más de la vida pero a un ritmo más lento. A ella la veo llegar por el rabillo del ojo.
Pues bien, yo divido mi vida en dos fases. La primera, en la que mi madre vivía, y segunda, en la que no. Y he de decir una cosa, nunca, jamás, en la vida, está uno preparado para hacer esa despedida. Reconozco que, aquel 14 de marzo, el mundo se me volvió más gris. Viví con ella sus últimos días porque no había vivido con ella buena parte de mi vida. Nuestra relación fue siempre de larga distancia. Las circunstancias se dieron así y a mí me tocó la pajita corta. Primero por cartas, luego por llamadas desde las cabinas telefónicas a las que iba cargada de monedas, más adelante, desde el teléfono de mi propia casa y, ya, por último, con mi propio móvil. Las llamadas eran diarias, y, cuando se iba de viaje, desde que tocaba tierra, ahí estaba ella poniéndome al día.
Cuando supe que se iba, comencé a notar que bajaba en una espiral descendente, como succionada por una oscuridad cada vez mayor y, a medida que iban pasando los días, ésta me iba cubriendo por completo. Tenía yo un pasaje de vuelta a casa para ese mismo día 14, y ella, como para no hacerme volver, decidió marchar con su abuela y con su madre, a las que «estaba deseando ver», me dijo. Y allí me quedé. A los pie de su cama, con las manos en la cabeza, con la incredulidad aún de lo que sucedía. Llorando a mares. Y aún hoy, creo que algo de mi persona quedó en aquella habitación de hospital. Pero me llevé algo conmigo, la necesidad imperiosa de vivir cada día pensando que podía ser el último.
Después de ese día, todos los días, echo de menos su risa, sus llamadas, sus frases lapidarias, el amor que daba. Y si, es lo más difícil que he tenido que hacer. Aprender a transitar por la vida, sabiendo que ella ya no está en ella.