¿Qué te hace reír?
Todo comenzó una mañana. Mientras recogía su cuarto. Oyó una risa tenue, lejana. Pensó que sería la de algún chaval en el jardín que lindaba con su edificio y no le dio mayor importancia. Hasta que se asomó al balcón y no vio a nadie. Entonces quedó eso ahí, como un poso de café en una taza, en un lugar de su psique.
Al cabo de los días, volvió a oír la risa, pero ahora ya como si estuviera dentro de su minúsculo apartamento. «Las paredes de este edificio son de papel, debe ser el vecino que tiene visitas» pensó. Al cabo de un rato, cuando salió a la compra, se tropezó con una vecina y le comentó lo de la visita del vecino del 4°C y de cómo se oían sus risas. Su vecina la miró extrañada: «El señor Klaus? No se ha enterado? Murió la semana pasada de forma repentina!» Entonces se le pusieron los pelos del cogote de punta. De quién o de qué era aquella risa? Al volver a su vivienda, el silencio se había apoderado de ella por completo.
Al cabo de una semana, comenzó a oír risas y voces durante la noche, y, con mucho miedo se acurrucó más entre las sábanas y permaneció muy quieta hasta el amanecer, y con éste siguió oyendo un susurro, que sabía que se dirigía a ella pero no podía entender qué le decía. Aún.
Con el paso de los días, el murmullo se convirtió en una voz clara que le decía que debía tener cuidado y no salir a la calle porque allí se tramaba un complot contra ella en la que estaba implicado todo el pueblo. Dejó de salir, de visitar amigas, de tomar café en la cafetería a la que iba habitualmente. Dejó de hacer fotos a las flores que ponían expuestas en la floristería, y, lo que es peor, dejó de tener contacto con su familia.
Cuando la voz la apoderó por completo, comenzó a tener conversaciones con ella, y, en una de tantas, tuvo una discusión enorme porque esta no hacía más que repetirle que sus hijos, sus adorados hijos, se habían puesto de parte de los vecinos, y eran un grano de arena en aquella montaña de murmuraciones en su contra, pero ella no podía creer algo así, porque si algo sabía, si algo sentía era que sus hijos la adoraban. Ellos habían sido siempre el muro donde descansar el peso de sus vicisitudes vitales. Y comenzó a gritar que la voz era una mentirosa, cada vez más y más alto, hasta que, extenuada, cayó en un rincón de su vivienda, hecha un ovillo.
Allí la encontró su hijo a la mañana siguiente. La cogió en brazos y le prometió que, una vez más, harían frente a la enfermedad. Su hermano, ella y él volverían a retomar la lucha y volverían a vencer en esa guerra de la paranoia de la mente contra la cruda realidad. Sólo necesitaban un médico, y un poco de voluntad por parte de su madre. Sólo eso. Un poco de voluntad. «Dame la mano mamá» le dijo. «Voy a buscarte donde estés y voy a traerte de vuelta. Espérame que voy!».