¿Recuerdas tu libro favorito de la infancia?
Cuando era niña esperaba con ansias el día de Reyes, a pesar de que, por ser la mayor, y por tener mis padres las brújulas vitales apuntando ya en distintas direcciones, me tocaba levantarme en un súper madrugón propiciado por las ansias de mi hermana de abrir los regalos.
La rutina era, ella me despertaba mucho antes de mis propias expectativas, abríamos los regalos, quitaba yo el embalaje y montaba el juguete de marras, y nos íbamos a dormir, o no, dependiendo de la efervescencia de la benjamina de la casa. Si el juguete hacía ruido nos volvíamos a la cama antes de llevarnos la bronca de mi madre, si no, ahí estaba yo, cayéndome de sueño intentando saborear mis regalos.
Hubo una vez que lo que tocó fue el cuento de Heidi, de la que yo era muy fan, tanto, que hasta el papel pintado de nuestra habitación estaba hecho con sus dibujos. Pero el cuento era sobre la Heidi original. No la del dibujo animado. Esto último era un absoluto culebrón cuyo final se aplazó unas semanas porque había muerto un señor muy mayor y el país, durante ese suceso, paró en seco. Estamos hablando del año 75. Recuerdo a mi abuela llamarme para que fuera a verlo a casa de una vecina porque ella no tenía televisor y mis carreras para no perderme ni un solo minuto. Yo quería ver el final y corrí que me las pelaba por las escaleras. Tres pisos subí sin enterarme!!
Pues bien, ese libro copó durante mucho tiempo el lugar de lectura favorita en el mundo hasta que, una Navidad, apareció en el salón uno de portada roja, con letras doradas, que, al abrir, me cautivó para siempre.
Trataba de un recopilatorio de cuentos de los hermanos Grimm y era una auténtica maravilla. Ya empezaba yo a entender de encuadernación, de calidad del papel, de valorar aquello que leía. Tampoco tenía cinco años, sino unos pocos más claro, pero ya apuntaba maneras de enamorada de la lectura.
Cuando abría el libro y elegía qué leer, comenzaba con la historia, que si el príncipe, la princesa, el lobo…pero a medida que iba avanzando en lo que leía, la historia me envolvía como un pequeño tornado, y comenzaba a flotar por la estancia hasta desaparecer entre sus páginas. Y entonces era absolutamente feliz porque el cuento, el que fuera, siempre era mejor que lo que observaba a mi alrededor. Podía ver, cuando no leía, cómo mi vida se diluía como un azucarillo, al mismo ritmo que el matrimonio de mis padres. Si miraba a mi hermana, sentía una pena infinita porque ella no se daba cuenta de que, la separación y la distancia, se iba colando entre nosotras cada día un poco más. Como una gota que termina por ser un mar inmenso. Igual.
Cuando todo saltó por los aires, lo hicieron también mis recuerdos y mis pertenencias. Mi padre se encargó de no dejarme nada de lo que era mío en aquella casa. Todo lo donó o lo regaló a gente a la que consideraba merecedora de aquello que me habían hecho creer que era mío. No era así..
No siento ahora ninguna pena, pero, a veces, en los sueños, ese libro me llama y me permite seguir navegando entre sus páginas. Etérea, ligera, libre!