¿Qué comida te transporta inmediatamente a tu infancia?
Nunca fui muy amiga de la comida. Ella y yo tuvimos una relación amor-odio durante mucho tiempo. El amor provenía de lo que hacía mi madre, el esfuerzo que ponía y mi odio estaba en la poca retentiva de ésta en mi estómago. Tenía una facilidad para vomitar enfermiza, pero todo era producto de un sistema nervioso alterado. Siempre sentí que, en mi casa, no funcionaban las cosas bien. Mi sexto sentido estaba fijo alerta, no entiendo de qué puesto que no habían discusiones, ni gritos, ni llantos. Era el desamor lo que lo llenaba todo y volvía mi vida de color sepia. Siempre me viene este color a la cabeza cuando hablo de tristeza pero es que, si retrocedo en el tiempo, las imágenes de mi cabeza son de ese color.
Luego me mandaron a vivir con mi abuela, con la excusa de que la casa donde vivíamos me enfermaba. En vez de plantear una mudanza, decidieron que, ya si eso, me mudara yo. Mi progenitor estaba encantado. Yo era una niña con muchos problemas físicos, que lo miraba con ojos escrutadores, desde la distancia que ponía la falta de cariño de él hacia mi. Lo noté tan pronto que, muchos años después, cuando me dijo que dejara de molestarlo, esto es, «deja de pedirme que me comporte como un padre» casi exclamé un: «por fin hombre!! Menos mal!! Caretas fuera!!»
Total que en casa de mi abuela estaba de lunes a viernes y, con mis padres, los fines de semana (que también pasábamos con mi abuela). A mi madre debió darle algo de mal rollo haberme mandado a otra casa llena de gente, todos con unos problemones sobre sus hombros enormes, tratando de salvar su propio pellejo, dos de los cuales perdieron su salud mental. Y yo allí. Con 6 años. Sin entender porqué no se me quería lo suficiente para vivir en familia. Con mi hermana! Pero lo cierto y verdad es que, al alejarme, me relajé y comencé a comer.
Mi abuela era una cocinera cojonuda pero siempre hacía platos de cuchara por esto de alimentar a un regimiento. Cuando iba con mis padres, siempre íbamos a la playa los fines de semana, y mi madre preparaba su plato estrella. La ensaladilla rusa. Estaba fresquita, tenía verduras envueltas en mayonesa, cosa que de niña era de agradecer, y estaba deliciosa.
Mi madre me llamaba para que saliera del agua, me ponía una toalla, me sentaba en la arena caliente para quitarme el frío, y me ponía el plato de plástico sobre mis rodillas. Y así comía. Como un mono de Gibraltar en esas paredes verticales, sintiendo que, si daba un paso en falso, caería al abismo. Entonces activaba mi instinto de supervivencia y elegía qué paso sería el siguiente en mi vida. Como un general estratega. Como la Napoleón de una vida. Cruzaba los brazos y me quedaba mirando al infinito. Como sin fijarme en lo que pasaba a mi alrededor. Escudriñando cómo avanzar cuando todo era obstáculo.
Luego sentía la mirada de mi madre y volvía. La miraba de vuelta. «En qué piensas Tatita?» Y yo le devolvía la sonrisa, me escogía de hombros y me levantaba corriendo para ir al agua para así evitar el mal llamado corte de digestión. Me tiraba en la primera ola y, al sacar la cabeza pensaba: «sigues viva, mantente así. Viva. Lista. No se te ocurra dar un mal paso o acabarás cayendo al abismo» Ese abismo que se tragó a mis seres queridos. A dos de ellos. Otros han ido girando como absorbidos por un torbellino de agua hasta desparecer, en una caída agónica.
Yo ya no vivo en una pared vertical. Ahora tengo suelo a mi alrededor y ya no hago ensaladilla. Porque ya no está mi madre. Porque ya nada es igual sin su magia. Porque ya no necesito pensar en cómo sobrevivir. Yo ya solo vivo hasta que la vida quiera y solo me dedico a saborear los frutos recogidos. Acariciando la cabeza de aquella niña lista, estratega, luchadora que me trajo hasta aquí. Gracias Tatita!
