Las fiestas que yo celebro son muy pocas. Prácticamente cumpleaños y la Navidad, y esta última ha quedado muy descafeinada a la muerte de mi madre.
Ella decoraba la casa y la llenaba de luces, te esperaba con una diadema de cuernos de reno, o con un gorro de Papá Noel, y vivía la fiesta como lo que era. Una mujer con el espíritu de una niña.
Su muerte se llevó eso. Vivir las fiestas a gusto y en paz. Yo, al principio de mi matrimonio, iba un año a casa de mi madre y otro, a casa de mi suegra. Pero las cosas se torcieron y decidí no hacerlo más y celebrar siempre con mi madre. Le expliqué a mi suegra que quería pasar el mayor tiempo posible con mi madre, por si algo pasaba, y, como la excusa fue buena y al final, cierta, no se lo tomó a mal.
Como digo, al irse mi madre, tuve que volver a celebrar la Navidad con gente con la que no quiero estar. Estuvimos así tres años pero, el último, ocurrió que mi hija se discutió con mi cuñado.
Mi cuñado es una de esas personas que debes coger con papel de fumar. Delicado como un jarrón Ming. Y si no haces o dices lo que él desea, te monta unos pollos que te dejan sudando.
Ese año le tocó a su madre, y mi hija, que es una santa, intervino. Y a él no le gustó y se fue a su cuarto para no vernos más en toda la noche.
La casa es de su madre y él es un malcriado. Pero eso no es el tema. El tema es que no voy ni de donde escribo, a la esquina de mi mesa, a pasarlo mal. Y a comer con disgusto. Y mi hija tampoco. Así que ahora toca comer en casa e inventar alguna cosa para no ir más. Porque creo que se lo han buscado, y porque, este año, compraré diademas de cuernos de reno, o de lo que sea, y nos lo vamos a poner en el coco, mientras nos miramos a los ojos y nos juntamos las manos celebrando una Navidad como corresponde. Una feliz Navidad!
Cuéntanos una lección que te gustaría haber aprendido antes.
Hoy, si el texto me sale muy regulinchi, espero que, quien lo lea me sepa perdonar porque anoche tuve noche toledana con el peque. Mi hijo sufre de migrañas, y anoche tuvo un episodio, así que, hoy tengo los ojos abiertos pero estoy durmiéndome de pie.
Al grano, que me gusta enrollarme. Las lecciones de la vida, las peores de todas, claro está, porque uno solo aprende de lo malo, las aprendí de bien pequeña. Hasta los 23, en los que decidí que mejor si eso, me iba y dejaban de joderme. Yo no tuve nunca que convivir con la gente de la calle, nunca hice una amiga íntima, que sí tuve alguna con la que salía mucho, pero no era íntima porque también me hizo alguna jugarreta que le perdoné pero que sirvió para poner los límites en nuestra relación. Procuraba pasar desapercibida, pero, en muchas ocasiones, yo evitaba fuera lo que tenía dentro de las cuatro paredes de la casa donde vivía. Mi conocimiento del ser humano se circunscribe a esas experiencias, a esas lecciones no pedidas, a esos momentos de angustia, a mis traumas. Total, que, como digo, un día decidí irme, pero no a buscarme la vida, no a casarme, no, irme con Dios.
Estaba tan absolutamente confundida y perdida que, si no hubiera fallado, no hubiera tenido todas las experiencias que he tenido después de los 23, aunque, por supuesto, no haya sido un viaje de placer, pero un poco como todo el mundo, supongo. Con sus altos y sus bajos. Y la maternidad. No hubiera conseguido saber que se puede tener hijos y hacerlo bien, y esa es otra de las lecciones que me ha enseñado la vida.
Total, que todas estas vivencias me llevaron a terapia, y con ella, a confiar un poco en el ser humano. En general, la cosa no ha ido mal, hay gente por ahí maravillosa, incluso, detrás de un ordenador, pero también hay quienes te quitan el aliento cuando tratan de tomarte por tonta. No es por nada, pero cuando tienes más conchas que un galápago, que traten de venirte con cuentos chinos es hasta un poco gracioso. Pero solo un poco.
Cuando preparaba promoción interna, tuve a dos compañeras, una con una enfermedad crónica y otra con una discapacidad física, a las que animé y apoyé muchísimo por esto de que me decían que no iban a poder con el examen. He de decir que, ambas, son solteras y no tienen hijos, pero padecen enfermedades o discapacidades limitantes y eso me hizo casi, dejarles incluso mis apuntes. Pero no. Sobre todo cuando una de ellas me dijo que porqué había dejado el máster que estaba preparando, que ella no lo habría dejado. Entonces le contesté que yo, sobre todo, soy madre, y que nunca, jamás, en la vida, se me iba a olvidar eso como eje central de mi existir. Y me miró con una cara rara. Y a mi su expresión facial no me gustó. Y me dije, ¡cuidado!
El día del examen estuvimos las tres en el aula con 8 personas más. Solo teníamos que aprobar y aquello sería nuestro. Un cinco pelado. Me relajé. Podía sacarlo. Ellas andaban entre el, «voy a entregar el examen pasados los diez minutos obligatorios» y «jujú, jajá, que risa que voy a suspender».
Ninguna se levantó a los diez minutos y ninguna de las dos suspendió, de hecho, sacaron más nota que yo. Las dos. Cuando me dijeron sus resultados, las miré, a cada una por separado, y les dije que no soportaba ese tipo de tomadura de pelos. Que habían fingido necesitar ayuda cuando la que en realidad estaba jodida era yo misma que tengo que lidiar con mis hijos, sus terapias, la casa, marido…Que me habían escupido a la cara y que no se lo iba a consentir más. Hacerme eso era una falta de respeto. La verdad, me puse un poco Vito Corleone en el Padrino. No puedo evitar esas actitudes de mierda. Me gusta dejar bien claro que han perdido para siempre mi amistad, y decirlo tan nítido que no necesiten diccionarios. Soy así. Aunque esto último no me justifique.
Ahora estamos pendientes de qué vamos a elegir y si nos vamos de nuestros actuales trabajos o no. Yo ahora me estoy haciendo la muerta. No digo qué quiero que me ofrezcan para irme, ni si me voy o no o ninguna cosa. Como decía un compañero de mi marido «Al enemigo ni agua». Pues esa sería mi lección. No se le debe decir a todo el mundo qué quieres, qué anhelas, que, a lo peor, te lo quitan y lo toman para ellos.
Se levantó esa mañana muy temprano, para meterse entre fogones cuanto antes. Hoy tendrían una comida familiar de esas que suceden cada mucho tiempo, reuniendo a su familia y a la de su marido a la vez. Él era el artífice de la reunión, el que lo había organizado todo. Llevaban ellos dos un tiempo largo en el que, la pasión, la intimidad, el hablar de cosas que no tuvieran que ver con sus hijos, habían cogido la puerta del hogar y se habían marchado, cansadas de que nadie diera aire a las últimas brasas para volver a avivar el fuego del amor. Era el aniversario de su boda. ¡25 años ya! ¡Bodas de plata!
Había decidido hacer una receta que hacía en los primeros años de su matrimonio, cuando su marido, después de volver del trabajo, ponía en sus manos un pequeño detalle en forma de ramillete, notas de amor, o cualquier cosa bonita que viera en los escaparates de las tiendas por las que pasaba antes de llegar a casa. De eso solo quedaba un beso frío y rápido, antes de subir corriendo para asearse antes de la cena. Saludo a los niños, retirarse a leer. Dormir. Y lo mismo al día siguiente.
Suspiró, miró al jardín que bordeaba su vivienda, y comenzó a cortar verduras. Como ya había supuesto, la labor le llevó toda la mañana, pero estaba satisfecha con el resultado y quería que fuera un día gozoso para todos, alrededor de aquella mesa grande, que daba idea de lo numerosa que iba a ser la reunión.
Antes de que llegaran los invitados, decidió darle a probar la comida a su marido, para ver si aún era capaz de recordar lo mucho que se amaban cuando la mesa en la que comían era solo para dos. «¿Te gusta? -le preguntó. Él puso una cara rara, parecía querer escupir lo que tenía en la boca. Mal presagio ese. Le contestó que sí, y fueron a recibir a los invitados que empezaron a llegar en ese momento.
La comida fue todo un éxito. Su madre le dijo que era de lo mejorcito que había hecho nunca y la familia de su marido afirmó que iban a salir rodando de la vivienda. Hubieron risas, sorpresas, noticias buenas e inesperadas, y sobre todo mucho amor.
Los niños se fueron a jugar por el jardín y su marido decidió dar un pequeño paseo antes del café. Ella le siguió y se puso a su lado. Podían ver a sus hijos correteando con sus primos y sus caras de felicidad. Aunque solo fuera por eso, todo había valido la pena. En esas estaba, cuando le llegó un aroma a jazmín que venía de su marido. Se giró, y se encontró con que le había hecho un ramillete con el que tenían plantado en el jardín.
Lo miró, y lo oyó decir: «se me había olvidado la persona maravillosa que eres. He estado tan ensimismado con mi trabajo y con los niños que he dejado de tenerte en cuenta. Espero que perdones todos los momentos de soledad que has debido vivir estos dos últimos años».
Se abrazaron en silencio, recordando cada uno cómo era el cuerpo del otro. El alma del otro. ¡Había tanto por lo que hacer memoria!
La hora del café pasó y, la familia, al verlos en aquel momento de intimidad, se fue marchando sin hacer ruido, llevándose a los pequeños para que pasaran la noche fuera de casa. Mientras ellos permanecían allí, reconstruyendo sus vidas. Reconstruyendo el amor. En silencio. Abrazados.
Cuando era pequeña, odiaba caminar. Era una actividad que odiaba, más, si tenía que hacerlo acompañada de un adulto porque eso solo significaba dos cosas, o que iba a un médico, siempre fui muy enfermiza, o que estábamos de vacaciones y nos íbamos de paseo. Odiaba hacer eso con mis padres, creo que porque, por muy lejos que me fuera, por mucho que me separase de ellos, la sensación de que algo no estaba yendo bien me alcanzaba por el cogote como una garra de acero y me iba poniendo de muy mal humor.
Cuando tuve a mis hijos, caminar se hizo obligación. Había que ir a terapia y buscamos un gabinete que estuviera cerca de casa. Excepto una vez, que se mudaron a un sitio más lejos, a un edificio sin ascensor y al que debíamos acceder por una escalera de caracol. Cuando iba sola, dejaba el carro de bebé en el rellano del edificio y bajaba con el niño en brazos con cuidado de no matarnos. Cuando la terapeuta de mi hija se fue, nos marchamos con ella y, con eso, ganamos calidad de vida. Otro sitio más cerca, con ascensor, junto a un teatro, al que iba a mirar su programación hasta que, un día, el niño, que ya apuntaba maneras de vivir en Avatar, se puso a llorar. No fue un llanto muy grande, yo me había parado y él quería que las ruedas de su carro, a las que él miraba hipnotizado, siguieran rodando. Entonces me salió una señora de no sé dónde y me dijo que el niño molestaba. La miré extrañada y le contesté que no estábamos en medio de una función y me dijo que eso no era importante, que lo vital era que el niño molestaba. Ese sitio, la entrada del teatro que es un patio enorme, no estaba hecha para él. Entonces hice como que pensaba un rato y le respondí después que hablara con propiedad. Que la frase correcta era «el niño ME molesta a MI» y apostillé un gilipollas y un, espero que nunca jamás en la vida te veas en una como yo. El niño al que le toque no se lo merece! Le grité.
Hoy día él camina delante de mi, muy deprisa. Aleteando las manos. Como un enorme colibrí. Siempre me espera en las esquinas. No cruza la calle solo. A veces, cuando me pongo a su altura, le digo que un día, con el aleteo de sus manos, se separará del suelo y saldrá volando. Me devuelve una sonrisa socarrona. «Te quiero mamá » me responde, como si intuyera que si eso sucediera no nos veríamos jamás.
Hoy he vuelto a desvelarme. He notado que el niño, justo antes de abrir los ojos, mueve su cuerpo como si sufriera descargas. Ha abierto los ojos, lo he abrazado y le he dado un beso. Le he recordado que es viernes, que mañana no hay cole, y su sonrisa ha iluminado la habitación. Y nos levantamos a por el viernes!
Cuando decidí pasar por el altar tomé la firme decisión de no ser madre. Creía que el tema no se me iba a dar bien, y no quería joderle la vida a ningún niño con mis traumas y mis leches. Total, que ya llevaba tres años de matrimonio, y a mí la palabra se me atragantaba como un hueso en medio del gaznate, la temía como a un nublado. No quería ser de ese tipo de madres que consiguen que sus hijos vayan a terapia y que acaben de pastillas hasta las cejas.
Un día, hablando con mi marido, acabada de fallecer mi abuela, sobre lo mucho que ella había trabajado para sacar sus hijos adelante, la paciencia que yo decía no tener se puso en medio de nuestra conversación. Él me dijo que, todos los temores que yo exponía, no eran más que ejemplos de que a mí me iba a ir mejor de lo que creía.
Y sin pensarlo mucho, me tiré a la a la maravillosa, dura, aventura de ser madre, y no una, dos veces.
Ha sido y es un viaje tremendo. Cuando entro a casa siento que llego a otro planeta, con unos hijos que, si no fuera porque son mi vivo retrato, no parecen míos. Son buena gente, cariñosos a tope, con los que tengo que ejercer una paciencia que no sabía que tenía.
Me he pegado unos madrugones y unos desvelos que no deseo para nadie. He tenido que pelear, físicamente, para poder dar un antibiótico o por cambiar la ruta al ir a terapia.
Cuando se ponen enfermos siento que mi cabeza empieza a girar como una lavadora y mi ansiedad hace que pueda subir hasta mi casa, en un segundo piso, sin necesidad de ascensor. Pero, cuando echo la vista atrás y repaso todo lo que he vivido con ellos, todas las sonrisas que me han dedicado, todas las cosas que han superado gracias a su esfuerzo, todos los «te quiero» han valido la pena. Y no lo digo porque sí, sino porque ellos dos son lo mejorcito que le podía haber pasado a mi vida.
En una vida hipotética, mi semana ideal sería una en la que pudiera ir a ver a mi madre, tomar café con mi hermana, o irme de copas con mi hermano.
En una vida hipotética, mi hija iría a la universidad y ya estaría contándome por teléfono, entre risas, las anécdotas de vivir y estudiar en la isla de enfrente. Yo le diría que tuviera mucho cuidado y, al colgar, pensaría lo bonito y bueno que es empezar a desplegar las alas para el comienzo de un vuelo en solitario.
En una vida hipotética, mi hijo me diría que se quiere apuntar en tal o en cual actividad, donde también se ha apuntado su amigo X, y que está deseando empezar porque va a ser muy divertida. También me diría que ya está con la cuenta atrás del viaje de fin de curso. «A Disneyland París mamá, qué guay!!»
En una vida hipotética estaría en un chat de padres del cole, que cuando avisaran de una chaqueta perdida, pondría un «No, en la mochila de mi hijo no está» y, seguramente, sería amiga de alguna madre del grupo y nos iríamos a tomar café a la salida del cole.
En una vida hipotética, yo no iría a terapia porque mi vida habría sido una vida sin sobresaltos, con una familia perfecta de un barrio perfecto de una ciudad perfecta. Como la de Truman, que no sabía que la suya era un show, un gran hermano gigante. La mía, al igual que la suya, ha sido objeto de escrutinio, de opiniones no pedidas, de prensa incluso. Pero no de la rosa o de la financiera. De la que se dedica a los sucesos.
Ahora que lo pienso, en esa vida hipotética no habría conocido a la gente que, cuando me iba ahogando me dieron la mano para que eso no sucediera. No hubiera conocido a toda esa gente que me he tropezado en asociaciones y cursos y, que, aún con el paso de los años, tengo entre mis contactos en el móvil.
Si viviera esa vida hipotética no sería la persona que soy, la mujer en la que me he convertido. La mujer que ha aprendido que, si una planta puede brotar entre piedras, porqué no, crecer en la adversidad. Por eso, a pesar de no vivir ninguna semana tranquila, lo acepto, respiro y sigo adelante. Hasta que la vida quiera!
Nombra a los atletas profesionales a los que más respetes y por qué.
El otro día, no mejor, hace ya por lo menos una semana y pico, terminada la clase de Gbody, sí, las clases de los gimnasios pueden tener formas absurdas y las mías empiezan todas por la letra G no me pregunten porqué, y saqué mi mochila para guardar mis trastos y marcharme a mi casa. En esas estaba cuando, al levantar la vista, veo a una compañera en estado de éxtasis mirando una pantalla de televisor que tienen allí en lo alto, sin sonido, y poniendo siempre deportes. Cuando vio que la miraba me dijo: «y nosotros nos quejamos del esfuerzo que hacemos!». Me giré para ver de qué hablaba y, al mirar el televisor, me veo a cuatro deportistas, en París, jugando un partido de pin-pong. Los cuatro adolecían de lo mismo. Una profunda dificultad para caminar y moverse, pero que compensaban con la fuerza de muchos toros en sus brazos. Y me emocioné, tanto, que se me rayaron los ojos de lágrimas y, para disimular, seguí recogiendo como si no hubiera un mañana.
No puedo decir que admire a un deportista concreto, porque todos, solamente con el sacrificio de entrenar duro cada día, con lo coñazo que es ponerse la ropa y decir «vamos!» Que lo hagan para ganar cuatro chavos, por lo menos en este país, me parece de un mérito apabullante. Si a todo eso le añades una discapacidad, del tipo que sea, con todos los dolores por los que debe pasar esa persona que tú ves solo un rato en tu pantalla, yo ya, directamente, les pondría un monumento.
Hay gente que, teniendo una discapacidad como la que debía tener Michael Phelps, que, por lo que cuenta sufría un tdah a la altura del de mi hijo, tienen el mérito de encontrar el deporte que les permite mantener el foco y soltar toda la energía, que, aunque no lo pareciera, podía haber surtido a todo una señora central eléctrica. Y ahí estaba él, con sus brazos extralargos y sus manos como palas, ganando medallas, imbatible.
Luego están los otros, los que son invisibles y luchan porque se les reconozca tal o cual derecho.
Ayer llegó una chica y me dijo que venía a preguntar por su expediente. Le dije dónde debía dirigirse y, cuando le devolví la documentación, me di cuenta de que le faltaba un brazo. Hasta el hombro. La cicatriz había sido coquetamente oculta por un tatuaje muy bonito.
Al salir, después de un largo rato, se dirigió al compañero que la atendió y le dio las gracias. El le contestó que solo había cumplido con su obligación de funcionario, y entonces ella le replicó: «Si, cierto! Pero hay gente que en la vida decide ser un no, y usted ha elegido ser un sí. Yo he tenido la suerte de que me ha tocado una persona que sí» . Pues eso, seamos personas que sí. Si no nos admiran, al menos, iremos dejando impresiones bonitas en los demás!
Me he vuelto a desvelar, que mucho tiene que ver con la semana que he tenido. Me ha pasado por arriba como una apisonadora. El comienzo sorpresivo de la terapia del niño el lunes. Digo sorpresivo porque se acerca la festividad grande de la isla y nada se mueve aquí antes de ese día. Era lo habitual. Hasta este lunes.
También me ha tocado ir a consolar a una amiga que a perdido a su hermana. Esto el miércoles, pero el martes bajé al sur de la isla para echar un vistazo a la casa que tenemos allí porque había recibido visitas y me gusta ver cómo ha quedado todo. Lo que me toca limpiar cuando vaya esta tarde.
Ayer fui a hacer la compra y luego, la compra del material escolar. Este año he sido realista. Solía comprar material escolar de calidad porque que mi padre en sus años mozos trabajara en una imprenta y nos surtiera a mi hermana y a mi de ello, ha tenido un peso muy importante. Hasta ayer.
En algún momento, esta misma semana, he vaciado la mochila del niño, para mirar qué le hacía falta y he descubierto que ha sido capaz de romper la escuadra, el cartabón y el portaángulos todo, por la mitad. Y ayer decidí comprar material para salir del paso. En eso que la gente llama tienda de chinos aunque el dueño lleve el dni entre los dientes. Me ha salido la compra lo mismo que en la tienda donde iba antes, pero que se han trasladado al quinto pino. Demasiado lejos para una persona que intenta por todos los medios encajar un puzzle donde las piezas se empeñan en no encajar. Y sencillamente no he podido llegar tan lejos porque me han faltado horas, días.
Este fin de semana, como ya dije antes, es la festividad grande de la isla. Y yo me voy. Me hago humo. Esta festividad es de las de salir de tu casa y llegar donde está la iglesia de la patrona de la isla como dicen aquí, de romería. Y por mi casa es muy habitual que salgan hasta grupos de música cantando con sus guitarras y timples. Y yo quiero descansar. Me voy a la casita del sur. Así que me llevaré el ordenador y la tablet. Una para leer y otro para escribir, que son las únicas dos cosas que me relajan. Por cierto, he preguntado a una compañera cómo hizo ella para publicar su libro y lo que me ha contestado me ha dejado entre perpleja y asustada. Menudo follón!!
Hace poco vi unos de estos cuadritos de Instagram que decía que ya no le valía tomar café, que necesitaba morder un cable eléctrico. Así me siento yo habitualmente, pero leerlo me hizo gracia. Lo había puesto otra madre de un chaval autista pero él en grado 3. Yo lucho cada día entre el mantenerme despierta y descansar lo suficiente. Como ven, yo, que tenía que despertarme a las 7 y estoy aquí, con el móvil, escribiendo esta entrada, la cosa me sale de pena.
Como digo, esta tarde me iré y no vuelvo hasta el lunes. Sin mi marido, que le toca trabajar pero con los chicos. Y ahí si que si que me relajaré porque estaré haciendo lo que más me gusta en el mundo. Escribir.
Si tuvieras que renunciar a una palabra que utilizas habitualmente, ¿cuál sería?
Esa es la palabra de la que renunciaría muy alegremente. Soy consciente de que mis hijos no serían las mismas personas que conozco. A las que amo por encima de cualquier otro apartado de mi vida pero, que yo los ame no significa necesariamente que no vea sus dificultades. Los esfuerzos que hacen por vivir en un mundo que, como dice el título de este blog, no les pertenece. Ellos debieron nacer en Avatar. Con buena gente toda, en comunión con la naturaleza. No en este planeta que no los acepta. Que no los mira como iguales.
Actuamos a veces incluso, como no hace la propia naturaleza. Hay veces que ocurre que nace un animal distinto de los de su especie y vemos cómo no son rechazados por su grupo de iguales. Se les huele, se les mira, se les quiere, porque pertenecen a SU grupo. Eso no ocurre con los humanos. El ser humano es capaz de cosas absolutamente maravillosas, pero también de las más horribles.
Esta mañana salieron mis dos hijos de la mano a hacer un recado. Según me cuentan, en parte por sus dificultades, en parte porque les tocó un gilipollas a las doce en punto, lo cierto es que han estado a punto de ser atropellados. Ante los gritos de los testigos mi hija ha reaccionado bien y se ha vuelto a la acera con su hermano de la mano. El tonto, encima, se ha puesto como lo que es y les ha recriminado el comportamiento. Cruzar por un paso de peatones! Qué barbaridad! Iba a aparcar su camión de mercancía en el paso. Para eso estaba dando marcha atrás. Cosa que está prohibida. No se puede pasar donde los peatones tienen habilitado cruzar. Pero no importa, era culpa de ellos. De los raros, de los que aletean las manos ante un peligro, ante quienes se tapan los oídos por los gritos ajenos.
De todo esto me he enterado por teléfono. Gracias al cielo salió mi marido en ese momento y seguro que ha sabido reconducir la situación. Pero yo no me canso de pensar en qué ocurrirá cuando faltemos él y yo.
No tengo, de verdad, ninguna queja del trabajo que me ha dado que mis hijos sean autistas. Son cosas que pasan, y, la genética sólo se ha comportado como debe. Como la ciencia dicta. Pero yo hoy me cago en la genética. Aunque tampoco ella tenga culpa ninguna!
Hace mucho tiempo, en un pueblo pequeño, de una isla remota, vivía una muchacha hermosa y llena de vida. Era alta y espigada y, al caminar, su cuerpo se unía en un baile cadencioso con el viento que soplaba en la isla desde el mar.
Estaba comprometida con el mejor de los muchachos. Anhelaba él momento de la boda porque ya había planeado al milímetro cómo sería su vida junto a él y lo felices que iban a ser. Pero lo cierto y verdad es que nadie puede construir una vida de dos siendo una persona sola.
Una mañana, él tocó a su puerta y, al abrirle, sin dejarla casi terminar el saludo, le dijo que todo había terminado, que había descubierto que no la quería como ella merecía y que no podía permitirse ni perder ni hacerle perder más su tiempo. Y se fue. No la dejó decirle absolutamente nada. No la dejó explicar cuánto amor tenía para darle, cuántos planes había construido…nada.
Al cerrar la puerta sintió que algo dentro de ella empezaba a crecer muy lentamente. Primero, muy sutilmente, pero luego, con el paso de los días, de los meses, se convirtió en un rencor tal, que tomó posesión de su alma y de su cuerpo.
Una mañana, al mirarse al espejo no fue capaz de reconocerse. Se pasó la mano por el rostro, y lo descubrió lleno de arrugas, mustio, feo. Aquel odio infinito que sentía hacia el que iba a ser su marido la estaba matando. Literalmente.
Entonces se preguntó si debía permitirse seguir muriendo entre todo aquel odio que no la permitía seguir avanzando, sino hundiéndola en un mar de rencor que, encima, sólo le era perjudicial a ella. Él había seguido con su vida! Le había costado un poco, pero decidiendo que había sido lo mejor romper con ella, como si se hubiera quitado un gran peso de encima, sentía que avanzaba en la dirección correcta. Ella no. Ella estaba siendo succionada por un torbellino de emociones negativas que le impedían avanzar como hacía él.
Entonces salió a pasear, dejó que su cuerpo volviera a mecerse al son del viento, y comenzó a sentir paz de nuevo. Siguió caminando y recordando los buenos tiempos vividos, que habían sido muchos. Se rió ante el hecho de pensar que su vida terminaba con aquella ruptura. Y siguió riendo hasta volver a casa.
Al abrir la puerta, volvió a ver su imagen reflejada en el espejo. Pero esta vez se encontró con una imagen que le gustaba. Y supo que, a partir de ese momento, volvería a ser feliz. Cuando terminara de soltar todo lo que ella había permitido que se adueña de su alma. Que tendría que ser cuanto antes. No quería volver a perder el tiempo en la infelicidad. En vivir mirando hacia atrás. Eso no valía la pena!