Hace unos días, para celebrar la vida misma, nos fuimos al restaurante preferido de mi marido y de mi hija. Tal es el amor que se le profesa que, mi marido, que jamás llama para reservar ni hablar con nadie (no tiene móvil) si utilizó el fijo para reservar una mesa. La señora nos recordaba. Cómo no! Lo que ella es muy muy discreta y nos trata muy amablemente pero manteniendo las distancias. Nos da lo que necesitamos vaya! Incluso, esta vez, como estábamos solos en el restaurante (llegamos casi en horario de comedor de guardería para no encontrarnos con demasiada afluencia de público) nos dejó caer como quien no quiere la cosa, que siempre elegimos sentarnos en la misma mesa. En fin, cosas de autistas que no tiene por qué saber la buena mujer. Yo soy la que se dirige al personal. Ese es mi rol. Si pillo al camarero de toda la vida de un local al que vamos siempre, soy yo la que le desea buen provecho. La de las bromas. La que pide la cuenta. La que, si en un momento dado tiene que decir algo mínimamente incómodo con lo que la familia se siente a disgusto, allá voy yo.
Cuando estábamos acabando la comida, vi que mi hija se había guardado un pan en su bolso. No pregunté. Llegamos a casa, y cogió un brick de leche. Y entonces le dije que a dónde iba con esa comida. Me explicó que había una señora que pedía en tal calle y que ella la conocía y que le iba a llevar los alimentos porque la pobre señora debía nutrirse. Para mi horror, la veo manejando el móvil, enviando mensajes de texto, y escuchando audios. Y entonces le pregunté que si le había dado su número personal a la susodicha. Y me dijo que sí. Entonces la comida me cayó en los pies. Fue como cuando empecé a preocuparme porque veía a mi madre muy enferma. Esa sensación. Vértigo. Si. Esa podría ser la palabra.
Entonces respiré profundo y le dije que la señora se ponía en esa calle en concreto porque hay un bingo a dos pasos y un bar a solo uno. Le pregunté, como de pasada cuánto le había aflojado a la aprovechada esa (término que no utilicé hasta que me dijo el dinero que le había aflojado). Volví a respirar hondo y le dije que, delante de mi, debía eliminar a esa señora de sus contactos. Que la bloqueara. Que no volviera a dirigirse de ninguna de las maneras a ella. Lo que a mi hija le sorprendía era que yo no estuviera enfadada con ella. No lo estaba. Temía por ella. Eso sí. Le había llegado a pedir que le hiciera bizum. Menos mal que no tiene tarjeta de crédito!
Eché la mirada hacia atrás, a unos meses antes, cuando me dijo que quería ir a otra isla a estudiar. Cuando hice cálculos, no salían las cuentas. Estudiar en la universidad es caro. Pero hacerlo en otra isla, con tu certificado de discapacidad caducado, es un lujo al alcance de unos pocos. Tuve que decirle que no. Le dije que, además de no tener el dinero, la veía demasiado niña y demasiado ingenua para afrontar estar fuera de casa sin, aún, supervisión paterna. No estuvo de acuerdo. Se enfadó. Pero en el momento en que me contó toda la historia con la señora esa, esos temores me cayeron como el piano al coyote. Aplastándome en el suelo. Dejándome sin energías.
En el momento en que decidimos mi marido y yo que ella no iría a la isla de enfrente, mucha gente nos recriminó por tomar una decisión tan dura. Ya habíamos superado los dos años de bachiller teniendo cada mes unos números rojos que daban terror. Pero por lo visto, cuando la gente no vive tus cosas, te ponen un rol, el que sea, y te lo cuelgan como un collar de flores al cuello.
Le he explicado, por activa y por pasiva, el engaño al que ha sido sometida. No me queda ninguna duda de que, si dejo que la aprovechada esa se acerque a ella otra vez, puede que corra el riesgo de volver a dejarla entrar en su parcela privada. No hay garantías de que no. A pesar de lo explicado. O si. Ni idea.
Creo que ví a la susodicha el otro día. Sentada en una mesa de un local que le iba que ni al pelo. En él se ofrece un cubo de cervezas a siete euros y medio. Una ganga para un alcohólico. Mientras lo pensaba, me crucé la vista con ella. Yo creo que supo quién era. Mi hija es mi retrato solo que más guapa y joven. Pero yo no quería conflictos. Ese día no. Llevaba en mis manos la escritura de la cancelación de la hipoteca de mi casa, que quiero registrarla para que mis hijos la hereden sin cargas. Y entonces pensé: «Sé tú más señora que ella». «Has llegado hasta aquí, pero podrías, perfectamente estar en esa mesa, esperando por tu cubo. Tú nunca has necesitado engañar a alguien para que te cubra tu adicción. Has sido más lista. O has tenido más suerte. No sé».

