Cuando nos dieron el informe, nos recomendaron que la niña fuera, como mínimo, tres veces por semana al gabinete. Como el mínimo era una mordida importante a nuestro bolsillo y a nuestro tiempo, pues elegimos mínimo. Eso supuso un parón en nuestras vidas, en ajustes a las agendas, el no poder ir a ningún sitio sin cuadrar y discutir quién iba con ella ese día. Mi marido consiguió hacer un hueco a aficiones, amigos, conocidos, todo lo que le distrajese la mente. Pero yo no. Yo quedé paralizada por un miedo terrible que da esa incertidumbre de no saber qué será de tu retoño el día de mañana. Además, trabajaba como una esclava, y, en alguna ocasión me tocó viajar, por cuestiones puramente laborales, a otra isla. En el primer viaje tenía tanto miedo a dejarla sola con su padre (como si él no fuese capaz de atenderla de la misma manera) que me pegué dos días yendo y viniendo para pernoctar en casa. Cuatro aviones y muchos kilómetros después, me hicieron pensar que, a lo mejor, la próxima vez debía soltar lastre y relajarme un poco.
Total, que la terapia se instaló en nuestras rutinas y yo seguía esperando ese cambio milagroso en mi hija y que, como en algunos programas de televisión, entrara por la puerta de la terapeuta como ella era, y volviera siendo una niña distinta. Para pasar el rato llevaba yo un libro o leía publicaciones sobre psicología que el gabinete ofrecía a los que estábamos allí para que fuéramos poniéndonos al día. Pero cuando ya no hubo qué leer, comencé a fijarme en lo que pasaba a mi alrededor. Para empezar, caí en la cuenta de que casi todos los pacientes eran niños, yo diría que en un noventa y muchos por ciento. Luego empecé a buscar razgos que hicieran que me decantara por uno o otro problema. Sería TEL? Sería TEA? Y he de decir una cosa. No vale la pena realizar tal acto porque los niños, todos, se comportaban de distinta forma. Eran autistas, si, pero eran personas. Tenían su carácter, su identidad, su forma de ser, sus gustos…Había un chaval, que tendría unos 17 años. Alto, guapo, y con un sentido del humor que hacía que te troncharas de la risa. Era capaz de gastarte unas bromas tan graciosas, que las carcajadas en la sala de espera se extendían por todo el gabinete.
Un día de enero, se acostó emocionado porque al día siguiente se iba de viaje a ver la nieve con toda la familia. Y no pudo ser. Esa madrugada dejó su corazón de latir dejando a todos sumidos en el dolor. Era autista, y tenía una enfermedad cardíaca que llevaba tratando desde su nacimiento. Una putada genética. Y así dijimos adiós a un chaval que rompía todos los moldes de los libros de psicología, un tío único. Y el gabinete perdió mucha luz con su partida.
Al inicio casi de la terapia, mi hija entraba con otra niña, para «mejorar sus habilidades sociales». Yo solía preguntar a la madre que cómo había sabido que lo de su hija era TEL y ella siempre fue muy difusa. No sabía qué decirme respecto al problema, eso sí, con ella entendí que hay familias, que, teniendo sus hijos un problema del tipo que sea, comienzan a mirarlos como un fastidio, que era lo que le pasaba a esta paciente. Había nacido en una familia en la que las palabras, cociente intelectual alto, era algo normalizado. Y luego estaba ella. Su padre nunca iba a la terapia porque la consideraba un fallo genético de categoría mayúscula. Jamás había visto algo así. Luego te das cuenta de que este tipo de tratos a la persona que es distinta es más normal de lo que parece. Los años. La experiencia.
Luego estaban los papás, mamás, tí@s, abuel@s…de los pacientes. Cuando pillé confianza con un par de ellos me dijeron a las bravas que mi hija era autista pero que no me lo decían aún porque era la niña pequeña. Eso sí, que podía estar tranquila porque mi hija tenía un buen pronóstico. Al principio me enfadé. Luego, decidí que, siendo esto pésimo en sí mismo, debía dejar que reposara en mis neuronas y en mi ser despacito. Como cuando entras a una habitación llena de polvo y todo se remueve al principio para luego volver a la quietud.
Un día, hablando con una madre me preguntó: «Ya has solicitado la ayuda?» «Qué ayuda?, contesté. «Pues la que dan cuando tienes una discapacidad del tipo que sea. Debes llevar a valorar a tu niña al Centro Base». Le pregunté a la terapeuta y me contestó que era cierto. Le espeté: «¿No tendrías que habérmelo dicho tú junto con el informe? No deberían asesorar a los que vienen para que sepan qué pasos deben seguir? ¿No dices que no mire nada en internet que se refiera al problema de la niña? ¿Cómo querías que me enterara entonces?» No me contestó. Y seguí esperando la respuesta, hasta que, unos siete años después, decidí que hasta ahí habíamos llegado.