BUSCANDO AYUDA (PARTE 2)

Nuestra primera visita médica fue al neuropediatra. Le pedí cita y me la dio para unos quince días después de mi llamada. En ese tiempo, esperar 15 días para cualquier cosa que tuviera que ver con la niña era un infierno. Había empezado la guardería y no se adaptaba. La habían cambiado de clase y de profesora, pero no de compañeros. Y no había manera. Encima, tenía que subir unas escaleras enormes, y era incapaz de hacerlo sola. Una vez llegué a buscarla, y podía oír a alguien gritar detrás de la puerta. Como gritaba claramente «papá, mamá» todo el rato, yo entendí que la cosa no iba conmigo. Cuando se abrió la puerta, se me cayó el alma a los pies. Era ella, rodando en el suelo sobre sí misma, absolutamente fuera de sí, rodeada de adultos que la miraban con una mezcla de perplejidad y desconocimiento. La directora se acercó a mi, y, delante del resto de padres que esperaban a que salieran sus hijos me dijo que, cuando la niña se ponía así, no podías tocarla, no te miraba…y yo dejé de oír. Me dió tal congoja, que, al salir, di una vuelta enorme para volver a casa, empujando el carrito y llorando desconsoladamente. Cuando llegué a casa le dije a mi marido que, por lo que me había dicho la directora de la guardería, a mí no me quedaba ninguna duda de que lo que ocurría era que el autismo se había colado y estaba agazapado en nuestras vidas sin que nosotros lo viésemos. Y seguí llorando.

Para más inri, un día le puse dibujos animados, por ver si ella era capaz de quedarse sentada medio segundo mirando algo que la distrajese. Yo estaba profundamente harta de la situación, porque mi pellejo estaba mutando a una tristeza como no había conocido jamás en la vida. Era un duelo enorme que haces cuando sabes que tu hij@ no es lo que esperabas, como si éste tuviera la obligación de satisfacerte en lo personal cantando, riendo, bailando…y entonces te tocara una pequeña monstruo de Tasmania, que lo único que hace es de tu vida un infierno. Bueno, a lo que iba. Los dibujos. Como la veía receptiva, le dije «mira, cariño, qué gracioso». Entonces ella miró a la televisión y me contestó «bla bla bla». Y entonces pensé. «Me está queriendo decir que no entiende lo que hablan?» «Cómo puede ser eso?» Sentí que estaba haciendo el canelo. Que a mí me habían puesto a la hija de otra y yo la estaba cuidando. Vamos, como la mamá del patito feo. Algo parecido. No sé. Creo que en ese momento, sentí como un cierto desapego producto de sentirme estafada y enfadada a partes iguales. Y, con ese sentir llegó la visita al neuropediatra.

Entramos a un despacho enorme, que tenía incluso un sofá para tres personas, y, que, por el paso de los años, estaba lleno de recuerdos y de premios y de títulos. Mi hija se subió al sofá mientras él nos entrevistaba, y comenzó a hacer una voltereta hacia atrás que ponía al médico de los nervios. Luego, siguió redecorando el despacho, «esto yo lo pondría aquí» «a qué sabrá esto»…la entrevista fue larga así que a ella le dio tiempo a mostrarse tal y como era. En un momento dado, el doctor nos dijo que, si siempre se comportaba así, podía recetarle unas pastillas para relajarla. En ese momento pensé: «Somos unos desgraciados». Aquí está ella pidiendo auxilio, pidiendo que si ella procede de Avatar, la devolvamoss allí, y nosotros decidimos si, encima, le vamos a quitar si quiera la capacidad de pedir ayuda. Mi marido y yo nos miramos y movimos la cabeza a un lado y a otro para rechazar la oferta. Nos dijo, que, desde su opinión de médico, no nos enfrentábamos a un autismo sino a un Trastorno Específico del Lenguaje o disfasia mixta con un tdah como un piano de cola. Salimos de la consulta flotando, encantados con lo de que no era autista. Además, nos recomendó el mismo centro psicopedagógico que el pediatra y nos dijo que, con terapia, la niña hablaría en cuestión de unos cinco meses (ahí acertó). Que no la pusiéramos en un colegio al cumplir los 3 años, porque eso la haría polvo, aunque aún quedaba todo un año en la guardería (annus horribilis fue ese) y que, si nos decidíamos a medicarla, ahí estaba su oferta.

Al salir de la consulta, dejé de mirar a mi hija como una decepción o como un fraude o como una molestia, y comencé a mirarla con admiración. Yo sabía en mi fuero interno que era autista. Lo sabía. Pero ella, aun a pesar de todo, había conseguido engañar a aquel señor de tantos títulos en la pared.

Al día siguiente de la visita, llegamos a la puerta de la guardería y ella se sentó en el escalón de la entrada. Comenzó a llorar. En silencio. Ni un grito. Solo lágrimas de una profunda tristeza. Entonces me agaché, le cogí por la barbilla para que me mirara y le dije: «Escucha cariño. No llores! Mamá sabe que a tí te pasa algo y va a averiguar qué es. Y voy a ayudarte. Te lo juro!! Voy a conseguir que seas feliz aunque sea lo único que haga en mi vida. Crees a mamá? Confías en ella?» Se levantó, se secó las lágrimas y entró arrastrando los pies y con la cabeza gacha. Antes de entrar me miró, y yo me mantuve fuerte y le sostuve la mirada hasta que dejé de verla. Entonces me arremangué las mangas y pensé: «Vamos! Prepárate para lo que te espera! Seguimos…

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