ATERRIZAMOS EN AVATAR

Después del diagnóstico de la psicóloga del Centro Base, yo, que hasta ese momento apoyaba a la terapeuta sin fisuras, noté que éste apoyo empezaba a hacer aguas. Al principio, de una manera muy sutil. Pero a esas fechas la cosa se complicaba entre nosotras dos. La consideraba una gran profesional que había conseguido que mi hija hablara, pero no había dado en el clavo con el diagnóstico. Comencé a dejarle caer que ciertos comportamientos me parecían producto de una inflexibilidad y, que, si eso no era autismo, era su prima hermana.

A esas alturas habíamos vivido un par de capítulos con la niña que me daban la razón a mi. El primero de ellos fue en una visita de mi madre. Mi madre vivía en otra comunidad autónoma y venía algunos meses al año a ver a la familia. Ya sabemos que las abuelas consiguen lo que las madres no. Por ejemplo, mi hija peleaba en un duro cuerpo a cuerpo cuando tocaba peinarla. Yo, a penas conseguía tocarle el pelo y ponerle una pinza para recogerle el pelo, pinza que no volvía a tocarle durante el día y que, con el paso del tiempo, podías ver cómo caía junto a su oreja, y así llegábamos a las terapias. Hechas unos zorros.

Pues bien, era llegar mi madre, y conseguía ponerla hecha un pincel. Peinado perfecto, vestido perfectamente colocado…Un día la vistió tan bonito que mi hija debió interiorizar que aquello era consecuencia de que se avecinaba algún evento especial. Si a esto le unimos que me adelantaron la hora de la terapia, pues tenemos el preludio de una tormenta perfecta. A la terapia íbamos caminando. Cuando llevábamos más de la mitad del camino recorrido, pasamos por delante de su lugar donde comer preferido. Y, como una flecha, se dirigió hacia él. La paré y le dije que no, que ya habíamos dicho que íbamos a terapia. Y ella me miró como una dragona rubia enfurecida. Ante esto, la senté en el carrito que llevaba mientas nuestra pelea comenzaba a ser una pelea callejera en toda regla. Me agarró por la blusa que llevaba, y empezaron a saltar los botones hasta que se me vió el sujetador. Llegamos al gabinete, y, al abrir su terapeuta la puerta la cogí en brazos para pasar dentro. Me soltó una bofetada que me saltaron las gafas a la mesa de la secretaria y, como colofón, se orinó encima. Menos mal que llevaba siempre una muda para cambiarla!. He de decir que, para su alegría, a la vuelta, hubo restaurante.

La siguiente situación la vivió con su padre. Él solía alentar que, cuando se iba a un sitio se hacía siempre las mismas cosas y en el mismo orden. Hasta que se encontró con las prisas por encontrar no sé qué cosa y el enfado posterior. Entonces, además, decidió romper las reglas del juego y no hacer nada de lo que ella tenía por costumbre. Nada. Cuando quiso meterla en el coche, la pelea fue sideral. Aún puedo oír sus gritos mientras volviamos a casa.

Ese fue el punto de inflexión que necesitaba para decidir dos cosas. La primera, la de elegir las salidas familiares, (parque de bolas, cine, comida…) con consenso. La otra pasarle nuevamente por pruebas para ver qué resultado daban. Ya tenía siete años. Ya el problema era como un pavo real. Enseñaba todas sus plumas.

Se comenzó la valoración (que consideraron una pataleta que debía abonar) en julio. En septiembre ya, por fin, estaban los resultados. Su terapeuta se va de baja por maternidad y, para horror de sus compañeras, los resultados fueron los que yo esperaba. Autismo. Nadie quería darme el informe.

Además, a todo esto debemos sumar que yo en octubre descubro por sorpresa que vuelvo a estar embarazada. Tras siete años de intentos fallidos!! Al final, debieron jugárselo a la pajita más corta y le tocó a la mayor de todas ellas que también estaba embarazada. Me metió en su clase, y, sin rodeos me dijo que había acertado. Para dar a la cosa algo de empaque, o porque no formara un pollo, me dijo que no me cobraban éste último informe. Qué generosidad!! Sobre todo teniendo en cuenta que los resultados me los dieron en diciembre. Cinco meses después de empezar con las pruebas.

En una revisión con mi tocólogo, que era un hombre tan arisco como joven, le expresé mi miedo a que el niño fuera TEA también. Me miró con un punto de tristeza y me dijo que esas cosas podían ocurrir pero que no se daba esa casualidad en todas las familias. Me dijo que lo único que podía decirme era que estaba sano el bebé y que yo, a pesar de mi edad, 42 años, también. Y hasta ahí.

No pude disfrutar de mi embarazo. Aún con el shock de la situación en el cuerpo, mi hija me pidió no ir más a terapia. Creía que iba como refuerzo para el colegio, porque claro, teniendo un Trastorno Específico del Lenguaje, lo normal es que se te refuerce en asignaturas como lengua y matemáticas. Yo estaba de unos siete meses de embarazo y temía que con la respuesta se echara a correr. Y entonces comencé a hablarle despacio. Le hablé de su condición y de su incapacidad para tratar con sus iguales, como si tuviera sus orígenes en otro planeta. Y entonces se me ocurrió hablarle de Avatar. Ella me miró en silencio. Siguió callada un buen rato y, al entrar al portal le pregunté que cómo se sentía. Me contestó que le gustaba saberse distinta. Y entonces nos abrazamos. Mucho rato. Todo el que el autismo permitió.


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