SER EXTRATERRESTRE Y EMPEZAR EN EL COLEGIO (parte 2)

Cuando nuestra niña comenzó el colegio, lo hizo siendo la última incorporación a un grupo de niños que llevaban juntos desde los tres años. A eso debemos sumar que, como ella lo de hablar, en un sentido amplio de la palabra, lo llevaba (y aún lo lleva) regulinchi, daba lugar a unos comportamientos muy disruptivos, y, muchas veces, acababa pegando al de al lado o al de enfrente. Además, el colegio optó por no explicar al grupo que ella era autista. Debían apreciar u odiar a mi hija por lo que ella era. Sin ningún contexto, sin ninguna explicación. Pongamos que ponemos a un chaval no oyente en una clase y no explicamos que lo es, no para que lo adopten, no hace falta llegar a eso, pero si para que el grupo se involucre en su adaptación, pues será un desastre hasta que a él se le ocurra destapar qué le sucede. Pues aquí igual. Solo que mi pequeña extraterrestre era incapaz de explicar que ella era de Avatar y, claro, su tono de piel, su idioma, no daba pistas sobre su origen.

Luego tuvimos la muy mala suerte de que le tocó un profesor nuevo. Joven. Muy joven. Incompetente como él solo. Un asco. Aún hoy, que hace bastante que dejó el cole, aunque su mujer sigue impartiendo clases allí y es un amor, cuando se le nombra es para echar pestes sobre su persona. Mi hija y otros muchos pagaron su necedad y su obsesión porque las cosas fueran de una determinada manera. Ejemplo. Le daba igual que la grafía de un alumno fuera pésima porque, por ejemplo, fuera disléxico. Para él lo único que ocurría ahí era que no se esforzaba lo suficiente. Y si debía quedarse sin salir al patio, pues se hacía y punto. Mi hija le pilló el truco, y cuando no quería salir del aula porque llovía y sus compañeros se quedaban hablando en el pasillo, algo que ella detestaba, pues buscaba el castigo para no salir.

Encima, se enfiló con mi hija. Se burlaba de ella y lo hacía por cosas absolutamente nimias. Ella aún hoy recuerda que le tomó el pelo delante de toda la clase porque había pintado toda una flor de verde. Como si el pintar aquella lámina de mierda la hiciera alcanzar las galerías de pintura de Nueva York. Anda no me jodas! Y empezó a sufrir agresiones por parte de un chaval de su clase. Nunca actuaba sólo. Iba con tres niñas que eran las que aplaudían que él empujara o pegara a la niña en la fila o en el patio. Para huir de él corría durante el patio para que la dejaran en paz y traía los zapatos como si corriera una maratón. El colmo de los colmos llegó un día de carnaval. Me había gastado un pastón en un disfraz de Monster High tan bonito con el que fue al cole ese día. Cuando volvió lo hizo despelusada y con el disfraz roto por la espalda. A mi se me cayó el alma a los pies. Yo estaba además, embarazada y aquello me pareció el colofón a un año penosísimo. Pero aun quedaba por enterarme de lo mejor.

Esa tarde, mirando el ordenador con ella mientras le explicaba un cuento, mi hija empezó a hablar como si ella fuera una grabadora. Reproducía una conversación con él. Es más, imitó su tono de voz de manera perfecta y entonces pude visualizar claramente hasta donde llegaba esa basura con mi hija. La ponía en ridículo y la humillaba de una manera intolerable. Me faltó tiempo para pedirle a mi hija su agenda y a él una reunión de carácter urgente. Llegué con mi marido y con todo mi odio y le expliqué lo que la niña me había contado. Me lo niega en todo el jeto. Me pasmo a la enésima potencia porque ese imbécil cree que habla con una igual. Le digo que es que no me cabe ninguna duda de que lo que sucedió fue eso. Y entonces me cambia el cuento y me dice que ella debió entender mal o que no se qué. Yo ya no oía. Yo quería sangre. Y le contesté como si fuese un capo de la mafia. En tono bajo pero inflexible. Le dije que el origen y fin del acoso que sufría mi hija se lo debíamos a él. Que solo era un ejemplo para matones de medio pelo y para las tres que lo jaleaban. Que si volvía a salirse del carril una puñetera vez más le iba a poner una queja a la dirección del colegio. Que si ellos no me hacían caso iría a la inspección y así hasta hacer su vida tan insoportable como la de mi hija. Le dije que, desde que era su tutor las notas de ella habían bajado de manera espectacular. Ella sacaba notables y sobresalientes en el colegio del que había salido. Y, con todo su hígado me contesta que ella no era digna de esas notas. Le dije a mi marido que ya no quería seguir oyendo más chorradas y me marché dejándolo con la palabra en la boca.

Al acabar el curso, sólo él le puso dos notas bajas en las dos asignaturas que impartía. En las demás todo era notables y sobresalientes. Esperé a que me tocara el turno para hablar con él, y, cuando estuve a su altura le dije que él era el único de todo el claustro de profesores que había tenido la estrechez de valorar a mi hija por su grafía, pero que, gracias a Dios él era el único impresentable y que ya había solicitado que no fuera más su tutor. Le sonreí, y girando el carrito donde llevaba al bebé le espeté: «Hasta nunca!! Seguimos…


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