EL DIAGNÓSTICO Y YO

Durante un tiempo, todo quedó en aquella visita a Google. También es cierto que él, cada vez, iba dando pistas de que aquello que había leído en la web era cierto. Paseábamos por las calles del lugar en el que vivo, donde a la vuelta de cada esquina hay una iglesia, y él me señalaba: «mamá, las campanas, las campanas mamá!!». Al final, si pasábamos por el sitio y no podía verlas, porque yo no iba por la acera de siempre, me montaba una perreta mayúscula y lloraba a moco tendido. También solía quedarse extasiado ante la lavadora de mi madre, de carga frontal. Cuando ésta hacía el centrífugado, iba corriendo a la cocina para ver el espectáculo. Aún así, mi mente era incapaz de procesar la realidad del niño.

Cuando tenía él uno dos años y pico, me llamaron de la guardería. La orientadora (que era la terapeuta de mi hija) quería hablar con nosostros y con la maestra del niño. Nos dijo que, a esas alturas, el crío presentaba signos de ser autista, que era aún pequeño para decir si lo era realmente, pero que lo valoraría otra vez antes de ir el niño al colegio. La profesora nos miraba con una cara tan triste, que di por supuesto que, se dijera lo que se dijera en aquella reunión, ella sabía ya de la condición de mi hijo.

Al salir de allí, le dije a mi marido con mucha sorna que la terapeuta había tardado 7 añazos en decir lo mismo de nuestra hija, y, de una manera absurda y poco propia de mi, dije que lo que quería era seguir sacándonos pasta. Y que el niño no era autista. Que él señalaba, reía, compartía…bla, bla, bla. Las señales estaban ahí. Y yo no quería verlo. Punto. Además, tenía en su contra la condición de su propia hermana, así que, mi reacción era una pataleta, pero en ese momento mi mente decidió que no quería sufrir más.

Al cabo de un año, tal y como estaba previsto, para no dejar al crío sin diagnóstico ante un comienzo en su nuevo cole, se propuso volver a valorarlo. Y entonces, en un giro de los acontecimientos que nadie esperaba, estuve pensando en negarme a que lo hicieran. Hablé con la profesora que lo llevaba en aquel momento y me dijo que ella no se llevaba nada si mi hijo era autista, pero que solía pasarse las horas haciendo girar las ruedas de un autobús inglés tan bonito que había en la clase y del que ella tenía que separarlo porque sabía que aquello bueno y educativo no era, que, cuando tocaba ir al patio y llovía él lloraba porque quería continuar con la rutina aunque diluviara, y que, sorpresivamente, no hablaba una palabra en la guardería. Entonces accedí, aunque por esos datos y con la experiencia de los años, entendí que debía volver a hacerme a la idea de que un hijo mío era autista. En aquel momento, eso era un dramón. Y lo viví así. Cada vez que decía que era autista me ponía a llorar. No podía evitarlo.

Al hablar un día con la terapeuta, me dijo que, efectivamente, era autista. Con los resultados de las pruebas en la mano. Le dije que iba a dejar a mi hija con dos horas, y que a él se le dieran otras dos, imaginen qué ruina!!, y en esas estábamos cuando me espetó: -«Cómo se te pudo ocurrir tener otro hijo, cuando tu marido es un autista de manual? No has aprendido nada de los cursos que has hecho y de los congresos a los que has ido?».

Para empezar, eso de que mi marido era autista se lo sacaba ella de una manga muy ancha en la que podía cometer, como profesional que era, todos los errores posibles con mi hija, pero que no permitía que yo no supiera que convivía con un hombre autista, de unos cincuenta años, sin diagnosticar. Pues no lo sabía, no. La pregunta no era ni medio oportuna y era de una falta de delicadeza y demostraba tan poca profesionalidad que, no le dije que nos íbamos con los niños a otra parte porque yo andaba sin fuerzas. Era como una especie de alma en pena, y, lo que había dicho había dado en mi linea de flotación. Lejos de hundirme, hablé con mi marido y le dije lo que me había dicho. Y, para mi sorpresa, no se lo tomó a mal. Solo dijo que en su familia no había habido ningún autista antes y, que no le diera mayor importancia. Eso sí, si yo quería pensar que la cosa venía de parte de mi familia, entonces no había ni un átomo de problema. Vaya por Dios!! Oir dos chorradas como dos castillos el mismo día me hizo trazar un plan en el que iba a empezar a tomar las riendas de aquella locura y a despejar un poco el bosque para poder ver el paisaje y comenzar a tomar las decisiones más favorables para mis dos hijos.

Con la misma terapeuta estuvimos tan solo un año más. Algo se había roto en aquella conversación y luego, para sorpresa de todos, nos dijo que iba a reducir sus horas de terapia y que solo se quedaría con unos pocos niños. Los de toda la vida. Y de la lista caía mi hijo. Y entonces a mi marido le pareció un poquito ya demasiado las confianzas que se tomaba ella con las terapias, sus comentarios y sus filias y fobias respecto de una y de otro. Y nos dijimos adiós. Y aterrizamos en un nuevo gabinete buscado por mí.


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