LOS ARREPENTIMIENTOS

Cuéntanos alguna ocasión en la que no actuaste, pero te arrepientes de no haberlo hecho. ¿Qué habrías hecho de otra forma?

No, je ne regrette rien, dice la canción de Édith Piaf. Pues yo sí. De un montón de cosas, aunque creo que todas me llevan a ser la persona cuya imagen me devuelve el espejo hoy.

Me arrepiento, por ejemplo, de no haber parado los pies de la terapeuta de mi hija. De aquel día en que, con una confianza que yo no le había dado, me dijo que, sabiendo lo que yo sabía en ese momento, cómo se me había ocurrido quedarme embarazada de nuevo, de mi marido. Lo que yo sabía en ese momento era nada. Sospechábamos que el niño estaba danzando, sin nosotros saberlo, dentro del espectro. Uno tan enorme que consigue que algunas personas pasen el filtro de los detectores. Que se hacen mayores y, que solo tras una fuerte depresión, o tras una enorme incertidumbre, se arrastran hasta un buen psicólogo que les dice qué les pasa. No sabíamos nada más. Según el diagnóstico que ella misma había realizado, mi hija tenía un trastorno específico del lenguaje. Descartaba el autismo. Y lo descartaba diciendo que ambos no podían convivir en la misma persona. Y lo dijo desde lo alto, como su desafortunadísimo comentario, como si fuera una estrella de la psicología. Como una Sigmund Freud sólo que ella no aparecía en ningún compendio  psicológico. Ni en Wikipedia. Y ese dato que ella me dio era tan erróneo como su diagnóstico.

Luego no. Luego lo cambió. Y tras el diagnóstico vino esa frase. Y tras la frase, un, «con un señor que es autista de manual». Entonces me sentí como Alicia en el país de las maravillas, cayendo en un enorme agujero, muy lentamente. No la quise creer. No me daba ninguna credibilidad. Y lo que es peor, no le dije que prescindíamos de sus servicios. Tenía que haberme enfadado. Tendría que haberle gritado y haberle dicho que, si quería, le enseñaba los dos informes anteriores firmados por ella, informes que ella no debe recordar. Qué pena! La misma pena que me da mi inmovilidad en ese momento. Luego descubrí que ya no iba bien. Me iba deslizando por una sima y no ponía remedio. Estaba deprimida. Tenía una ansiedad como un piano. Me justifica eso? Ahí lo dejo.

La decisión de dejarla vino después, cuando, eso ya a mi marido, le dijo que se iba a trabajar a otro sitio y solo iba a quedarse con «los niños de toda la vida», es decir, que prescindía de nuestro enano. Él no era de toda la vida. No era creación suya ni su problema. Entonces mi marido le dijo que, sintiéndolo mucho, los niños eran un pack indivisible. Eran nuestros niños de toda la vida. Eran nuestra vida. Y volamos fuera de su radar. Y hemos sido más felices sin ella. Sin duda.


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