Describe a un miembro de la familia.
Es una niña que ya está entrando con fuerza en la adolescencia, y digo con fuerza, porque, teniendo la misma edad que mi enano no tienen el uno y la otra nada que ver. El es un niño inmaduro que aún no sabe qué quiere, que desea su cuerpo serrano. Para él peinarse consiste en darse para un lado con el cepillo al flequillo y se acabó. Mi sobrina es una chavala ya con criterio, con su poquito de gusto para vestirse y peinarse. Independiente en un montón de historia. Nada que ver con mi hijo. Bueno, si! El amor que se profesan. No solo está encantada siempre de coincidir con el primo, sino con mi hija que, mentalmente, para algunas cosas no quiere dejar su infancia. En algunas cosas ha quedado anclada a ese tiempo fruto de no haberla exprimido como se debe. También es verdad, que la suya fue una infancia triste, sin juegos, intentando superar las dificultades que lo que la rodeaban le ponía y eso, amigos, es la excusa perfecta para actualmente jugar con peluches con su hermano. Me enrollo. Vuelvo a la descripción.
La niña es como las princesas de cuento pero sin la sosería de algunas. Tiene unos ojos azules enormes a la que acompaña una sonrisa brillante enmarcado todo en un rostro ovalado, y, con una piel, como dirían algunos carcas, hecha como de nieve.
Tiene mucho sentido del humor y una toma a tierra, a la realidad, muy heredada de su padre. Me ha explicado su madre de qué va a ir disfrazada en Halloween y, mientras algunas chavalas a su edad quieren ir guapas a la par que, con un pelín demasiada piel a la vista (ya he dicho arriba que soy una carca. Si. Lo soy para algunas cosas) ella va a hacerlo con uno de esos disfraces que pareciera que llevaras una persona o un animal encima y, donde te cuesta distinguir dónde acaba el disfraz y dónde empieza la niña. Me la puedo imaginar riéndose, con esa risa escandalosa que tiene, con el grupo de amigos del cole.
Es una chiquilla madura y sensata a la que le ha tocado lidiar con una separación temporal de sus padres y con una enfermedad de su madre. Me invitó, o mejor dicho, nos invitó a su comunión, y yo, que era la que pensaba darse el atracón de avión en un fin de semana, no pude coger el vuelo. Me puse mala. Mala nivel que casi era incapaz de levantarme de la cama. Tan enferma estuve que pensé que había pillado el covid. Pero no. Era una faringitis galopante. Solo tengo las fotos de recuerdo, las que mi hermana me mandó mientras yo agonizaba literalmente en mi cama sin poderme ni girar.
Durante todos estos años, once concretamente, hemos creado un nexo, un lazo fuerte e invisible de amor entre nosotros y ella. Tanto es así que, hasta mi marido, ese hombre al que no le importa nada si hay comida delante, es de los que reclaman verla aunque solo sea un día. Una vez. «Lo buena que esta niña y lo mucho que quiere a sus primos!!» Esa es la frase más repetida por él cuando nos reunimos. Y es cierto. Cuando mi familia se reúne toda en cualquier sitio, mientras veo a los chicos jugar y reirse, puedo sentir el amor subiendo por mis piernas hasta llegar al corazón. Y ahí se queda toda esa energía hasta la próxima vez que nos encontramos. Y así debe ser siempre.