El cartel (4ª parte)

Si pudieras «desinventar» algo, ¿qué elegirías?

Cuando terminó de hablar su madre, se la quedó un rato mirando. Intentando entender cómo el ser humano es capaz de realizar actos que pueden cambiar la vida de otros, de destrozar su ánimo, sus ganas de vivir en pro de su felicidad. Es cierto que aquella mujer que tenía delante, no había sido la misma desde que quedó viuda. No sabía que tipo de enfermedad mental  la había podido llevar a hacer algo tan cruel, pero lo cierto y verdad es que ella tenía cinco hermanos más!! Eran dos chicos y cuatro chicas. Ella la más pequeña de todos. La benjamina. La que ya no esperas porque vas teniendo una edad en la que la falta de regla no es más que un trastorno propio de los años que transitas.

En vez de vivir en una casa llena de lío, de juegos, de risas, ella creció pensando que ser hija única era una reverendísima mierda. Su madre no la dejaba salir con sus compañeras de cole a ningún sitio. Ni siquiera, a las excursiones extraescolares de la que todo niño sale con un regalo, tras vivir una experiencia de conocimiento, de relajo en medio del caos de los estudios. Ella pasaba la jornada dentro del cole, viendo regresar a sus compañeros con, por ejemplo, una gorrita recuerdo de la visita.

Su infancia había sido como vivir en La Casa de Bernarda Alba. En silencio, oscuridad, opresión, día tras día. Tal vez por ello había olvidado a su familia. Porque todo el esfuerzo que hizo en esos años lo empleó en no caer en una depresión.

A la mayoría de edad llegó la rebeldía. Como Adela, la de la obra, comenzó a experimentar lo que era la intimidad con otras personas fuera de aquellas cuatro paredes, y, como ella, estuvo alguna vez a punto de hacer colgar su cuerpo de una viga, harta de tener a su madre siempre justo detrás. Alerta.

Hasta que un buen día conoció al que hoy era su marido, y la rebeldía se convirtió y dio paso a un mantenerse firme en la decisión de salir con él y, más tarde, casarse. Reconocía ella que en esa decisión había tenido mucho que ver las ganas de escapar, de ser dueña y señora de su vida entera. Había sido feliz hasta ese momento? Si. Sin dudas. Decidieron ser padres, y la vida le dio a dos hijos varones, que habían dado al hogar, lío, juegos, risas…todo lo que ella se había perdido.

Entonces sintió una pena infinita. Todo lo sucedido tenía que ver con que, una señora, con poca salud, llevada por un criterio erróneo se cruzó en su vida para cambiarla para siempre. Ahora tenía que lidiar con la idea de que, cuando se hiciera pública su aparición, seguramente pagaría por lo que había hecho, tal vez con unos años de ingreso en un centro de salud mental. Y sintió una pena infinita. Su último pensamiento antes de hablar fue: «No es justo que nadie pase por una enfermedad, cualquiera que esta sea, como tampoco lo es el que te metan en un sanatorio, sobre todo como los de este país, que, si no son privados, son una  porquería.Tal vez la ingresaran en prisión y allí recibiera tratamiento. Sabía por una amiga que, las prisiones están llenas de excelentes psiquiatras y enfermeras. Se lo comentó una vez porque hubo un caso muy famoso en el que un pobre desgraciado había cometido un delito para volver a ser tratado adecuadamente. Era feliz cuando estaba entre rejas. Tal vez su madre tuviera suerte con la justicia!»

Cogió impulso y empezó a hablar, haciendo que su madre se sobresaltara. Desde luego, después de aquella conversación, ninguna de las dos sería la misma. Nunca más sus vidas serían iguales.


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