Cuéntanos algo que te gustaría que dijeran sobre ti.
Durante un montón de años, más de la mitad de mi vida, traté de camuflarme y pasar desapercibida. Tenía tantos frentes abiertos, tantos problemas, que, cuando se abría la puerta de la casa deseaba camuflarme con el blanco de las paredes. Decidí ser consecuente con esa decisión, y, por ello, salvo con alguna tía mía, decidí no dar mi confianza a nadie. He oído en alguna serie decir una frase que me ha tocado el ánimo, «de lo que no se habla, no existe». Esa era MI frase. Si yo no hablaba con nadie de lo que sucedía en mi vida, eso no ocurría en realidad. Claro! Es una tontería. Uno no puede evitar lo que hay ni dentro ni fuera ni en ningún lado. Solo cabe arremangarse y tratar de sobrevivir a ello. Pero eso lo aprendí después. Fue una respuesta que vino en forma de hijos.
Un día, cuando aún pertenecíamos a una asociación, y yo estaba dando el todo por el todo en ella, me pidió una psicóloga que trabajaba para ellos que si quería participar de una mesa redonda. Yo no tenía idea de qué era eso, pero dije que si. Iban a hacer un acto en el quinto pino, al cual asistieron más gente que necesitaba los créditos de la participación que socios. Se esperaba para ese día un montón de calima y de viento, aunque la mañana se presentó en principio, bonita.
Cuando llegué, la chica me obsequió con unos regalos «por mi participación» me dijo. Me quedé ojiplática. Yo creía que una mesa redonda consistía en coger un micrófono, entre el público, y abrir un tema a tratar sobre lo que se iba a hablar allí que era de autismo. No llevaba nada escrito ni preparado. La única que iba peor que yo, era una chica autista que sentaron a mi derecha. Las demás llevaban incluso tablets. Empecé a sudar y a pensar que, si salía corriendo, y saltaba al coche por la ventanilla, podría perfectamente volver a tiempo a casa y meterme debajo de la piedra donde llevaba toda mi vida.
Llegó el momento de hablar, y, para mi horror, cuando me presentaron, lo hicieron diciendo que era la madre de dos chicos autistas. Un oh! recorrió el salón de actos y empezaron todas a dar explicaciones la mar de sesudas, consultando sus tablets como locutoras de un telediario. Y yo allí. Haciendo de traductora a la chica autista. Hay que entender, que una persona como ella, necesita una velocidad para procesar lo que hablaban las demás y, cuando veía que se perdía, yo le indicaba.
En esas estaba, salvando el pellejo, tratando de no perderme, y de hacer el ridículo de mala manera, cuando llegó la hora de decir unas últimas palabras para cerrar el acto. Hasta ese momento, defendía yo el diagnóstico temprano, y, que a las mujeres, no se les daba porque los ratios que existían, los baremos, eran todos masculinos. Y por eso, y no por otra cosa, a mi hija se le había diagnosticado con 7 años y a mi hijo con 1.
Pues bien, cuando me dijeron que dijera mi última reflexión, abrí la boca y expliqué a mi audiencia que, el autismo consiste en tener un mapa neuronal distinto del resto. Solamente. Que se nos hacía creer, o que algunos padres creían, que el diagnóstico hacía inferiores a nuestros hijos y que eso no era cierto. Que nunca, jamás, permitieran a ninguno que pusieran a sus retoños un paso por detrás de nadie. «Las personas autistas, como dice la madre de Temple Grandin, son distintas pero no inferiores, y están aquí para demostrar lo que valen lo mismo que cualquiera. No lo olviden nunca!». Ese fue, a grandes rasgos, mi discurso, como digo, sin preparar. Entonces cerré la boca y, para mi asombro, una ovación cerrada llegó tras mis palabras. Podía ver, al fondo, a socias, madres, autistas, aplaudiendo con los brazos en alto como si yo hubiese cantado la Traviata. Luego llegaron los bravos y un pudor muy fuerte me sacudió de pies a cabeza. Bajé del escenario de un salto, con la excusa de la alerta por calima, salí corriendo a la calle, abrí la puerta del coche y le dije a mi marido que arrancara y corriera. Me preguntó si algo había ido mal y le dije que no. Apagué el móvil.
Cuando al día siguiente lo encendí, una de las madres del fondo me daba las gracias por haber dicho lo que dije y por haberlo hecho tan bien. Y entonces pensé que, tal vez, no era bueno seguir callada, ocultando a los demás lo que pensaba por no salir dañada. Decidí hablar y he seguido haciéndolo hasta ahora. A veces retrocedo y silencio mis labios. Pero solo a ratos.