De lo más importante de mi vida, lo que me ha llevado a no perder los papeles, ha sido la paciencia a la que he dado un toque de inteligencia. Me explico. Soy paciente con mis hijos, mucho, con la gente mayor, con todo el que tiene alguna dificultad para entenderme o para aguantarme pero, también es cierto que, no es una paciencia resignada. Con mis hijos sé que si no conozco eso que forma parte de su ser, si no estudio, si no me formo, voy a necesitar, cada vez, un mayor grado de ese razgo de mi persona. Y mira, por ahí, no. Prefiero formarme que vivir en un mundo volátil.
Con la gente mayor soy paciente pero firme, y con los bordes y maleducados, solo firme. Con la dignidad que se merecen ellos y yo.
De más joven era una chavala muy muy callada. No quería que saliera de mi boca nada que hiciera sospechar que estaban ante una persona que hacía muchísimo tiempo que se buscaba la vida por su cuenta. Me inventaba firmas, excusas, yo creo que de ahí sale mi vena de inventora de historias…pero no dejé, jamás de perder el norte de mi vida. Tenía un lema que me acompañó mucho tiempo, que era que, justo ahí, detrás del horizonte de penalidades por las que estuviera pasando, estaba algo mejor para mí. Mi tierra prometida. Mi Edén.
Ya no me sujeto a ese lema, es cierto, pero cuando las cosas se me tuercen mucho echo la vista atrás y pienso en lo que he superado. Y entonces respiro profundo, achico los ojos y pienso, tranquila, justo ahí detrás de este problema, sigue estando para ti la tierra prometida. Y así se me va la angustia. En ese respiro profundo.
Difícil decir cuál ha sido el mejor. Quizás, el que me dió mi madre, cuando me dijo que, aprender sobre autismo no era derrochar el dinero sino todo lo contrario, una inversión. Y es cierto que ha sido así. Desde que hice el máster (ese que no pude acabar) las cosas en casa van bastante mejor y el niño ha salvado los muebles durante el verano.
Me explico. Mi hijo tiene un potente tdah que hace que, durante los meses de verano, todo lo aprendido durante el curso, hasta lo más elemental, desaparezca como un azucarillo en un vaso de agua. Este año eso no ha sido así. Esto gracias a su padre, las cosas como son, que lo ha puesto a trabajar cosas sencillas de matemáticas y de lengua.
Respecto de su parte autista, aunque yo creo que él está dotado de un cerebro diferente que hace que sea enteramente autista, también hemos conseguido que no aparezcan las rigideces, que es lo que suele ocurrir en verano, con las vacaciones. Si descuidamos la parte de la anticipación, de avisar qué viene dentro de un rato, haremos que pelee panza arriba como un gato cabreado, protegiéndose de la ansiedad que le provoca que, a cada rato se mueva su mundo de una manera distinta. Eso ocurre cuando acaban las clases, se acaban las rutinas. Luego, su terapeuta se va de vacaciones, cosa lógica por otra parte porque la muchacha no es ningún robot, y entonces nos quedamos a la deriva. Como un astronauta en el espacio exterior, unido solo por una cuerda para no irse a tomar por saco. En este caso, el cabo que lo une a la Tierra, a estar cuerdo, es la familia. Si ella se pone en modo vacaciones también, cuando se vuelve a la «normalidad» descubres a un muchacho lleno de ansiedad, desregulado y con muchas ganas de que se le respete eso que, sin con lo que no hubiera pasado durante el verano, habría hecho que sufriera una crisis.
Y ahí he estado yo. Haciéndole de cicerone del mundo. Explicándole desde el día anterior qué iba a suceder el siguiente. Incluso, qué íbamos a comer. Y que, si eso no ocurría de esa forma, haríamos un plan b que también le explicaba. Y ha funcionado. No ha sido perfecto, porque salíamos y aleteaba las manos en un intento de bajar su ansiedad, pero no ha sido terrible. No lo he visto pasar ningún mal momento. No ha tenido ninguna crisis. Además, hemos procedido a darle pequeños encargos de independencia, como por ejemplo, salir a comprar. Una sola cosa, cierto, pero ya sabemos que, en algunas circunstancias eso puede ser como adentrarse en un bosque mágico que fuera cambiando la ubicación de su flora a cada paso. Angustiante. La primera vez, fue su hermana detrás, por si necesitaba ayuda, la siguiente, se fue solo, porque su hermana no quiso acompañarlo. Ella también debe luchar contra sus propios bosques mágicos y eso se debe respetar como todo lo demás. La cosa es que tardó más de la cuenta, y, empezó a decirme que si no estaba preocupada, que si no iba a echar un vistazo, y le dije que no. Que le había dicho a su hermano que confiaba en él, y que, si se producía alguna situación de emergencia, el supermercado está en la esquina de nuestro edificio (como a un océano de distancia para alguien que explora el mundo por primera vez solo) y que yo sabía que lo iba a hacer bien.
Cuando volvió a casa, al abrir la puerta, lo esperamos todos para aplaudir su azaña. Nos lanzó una sonrisa de esas que te iluminan toda la casa, y le hice una foto con la bolsa de pasta que fue la adquisición de esa tarde. Entonces caí en la cuenta de lo mucho que habíamos caminado para llegar a ese momento. Un momento que, para muchos padres, es algo que forma parte de la rutina, de su día a día. Algo normal. Nosotros habíamos puesto una pica en Flandes, habíamos ido por el desierto con tan solo una cantimplora, y lo habíamos conseguido atravesar. Queda mucho muchísimo por hacer. Pero todo será poquito a poco. Un pasito detrás del otro.
Dejando claro que mi vida es complicada, ahora, en estos momentos, se ha añadido un elemento «externo» La salud de mi suegra. Hace muchísimos años que tiene problemas de movilidad que se han ido agudizando por los propios de la edad. Total, que, yo salgo del trabajo, como deprisa, salgo a la carrera a buscar al niño, vuelvo con él, le doy la merienda y me enchufo al colchón de mi cama para dormir aunque solo sean diez minutos. Así era hasta ahora, pero, según ha ido avanzando el mes, y como a mi cuñado, que vive con mi suegra, lo están llamando para trabajar en un hospital cercano, tiene que acudir mi marido a calentarle la comida y acostarla luego para que pase cómoda la tarde. Hasta que llega el hermano. Ojo cuidado! Independientemente de nuestra mala relación hay algo que en mi casa, en mi matrimonio, hemos tenido muy claro. A los padres, si nos han querido y cuidado y limpiado nuestros culos de bebés, hay que devolverles todo ese amor, en forma de cuidados cuando ellos se convierten en personas que no pueden valerse solas. Así que yo, de verdad y con la mano muy en el corazón, no siento que esté haciendo un sacrificio. Creo que solo hacemos lo que es correcto y decente.
Ahora como después de recoger al niño. Sobre las cuatro de la tarde. De hecho, si no le ha gustado la comida del cole ese día, se une a nosotros y comemos en familia. Y luego, sí, si no hay terapia, me arrastro a la cama, como un alma en pena, cerrándoseme los ojos. No lo puedo evitar. La menopausia tiene esas cositas a las que también debemos acostumbrarnos, y aceptar.
Otra cosa que hace que se me recargue la batería es estar con mis hijos, en casa. Siento la buena vibra que trasmiten y que va inundando la casa hasta ocupar todos los rincones, y ya no digo si, encima, descarto el trabajar porque estoy de vacaciones. Entonces mi cuerpo alcanza valores de dínamo y soy capaz de dosificar esa energía hasta pasado septiembre, donde echo el resto, llegando a octubre buscando pasar vacaciones en otra isla, alejados de todo el follón que tenemos en esta. No sé si lo haremos este año, espero que sí.
Los fines de semana, como este en el que estamos, suelo empezarlo con una taza de café tamaño maxi, me asomo a la ventana y veo la poca actividad que hay en la zona los días no laborables. Luego me siento a escribir este blog, esta entrada, que, no sé porqué, hace que me vaya llenando de energía a golpe de teclear lo que pienso. Luego me levanto de aquí y ya me pongo con todo lo demás, hacer la compra, la lavadora, my friend, y así ando hasta media tarde.
Luego toca leer, si no he caído muerta, y estudiar idiomas que también es algo que me gusta. Me gusta hacer cosas que me agraden. Debería ir a la piscina. Un ratito. Hacer ejercicio me vendría muy bien. Pero estoy tan agustito escribiendo…!
Si mi vida no tuviera música, hubiera tenido que inventarme una con el viento que mueve las ramas de los árboles, con el sonido del mar al tocar la orilla, en el aleteo de las aves en el cielo, o con el de mi hijo en el suelo.
Si no tuviera música, no me podría haber emocionado con canciones que tengo asociadas a hechos ocurridos con mis hijos, You say best, «when you say nothing at all» dice una de ellas, y hay tanta verdad en esa frase!
Tampoco me hubiera podido reír a carcajadas cuando mi hijo se ponía a bailar «can’t stop the feeling» de la película Trolls y en su baile descubrir que tenía un fuerte sentido del ritmo.
Si no hubiera música, no podría recordar que, hace casi 25 años, cuando nos pusieron el vals a mi ya marido y a mi, en el banquete de boda, él se empeñó en que quería hacer bomba de humo y desaparecer por esto de que es muy tímido y yo lo sujetaba, entre risas y le decía que sonriera que nos estaban grabando. Aún se oye nuestras risas en el vídeo solapadas solamente por aquel vals.
Si no hubiera música, mi vida no tendría su propia banda sonora. La mía, durante muchos años fue una de Luz Casal, «cuanto más bella es la vida, más feroces sus zarpazos, cuántos más frutos consigo, más cerca estoy de perder…» ahora es más, «yo no me doy por vencido» de Luis Fonsi, o «perfect» de Pink. Con cualquiera de las dos podrían enterrarme.
Las fiestas que yo celebro son muy pocas. Prácticamente cumpleaños y la Navidad, y esta última ha quedado muy descafeinada a la muerte de mi madre.
Ella decoraba la casa y la llenaba de luces, te esperaba con una diadema de cuernos de reno, o con un gorro de Papá Noel, y vivía la fiesta como lo que era. Una mujer con el espíritu de una niña.
Su muerte se llevó eso. Vivir las fiestas a gusto y en paz. Yo, al principio de mi matrimonio, iba un año a casa de mi madre y otro, a casa de mi suegra. Pero las cosas se torcieron y decidí no hacerlo más y celebrar siempre con mi madre. Le expliqué a mi suegra que quería pasar el mayor tiempo posible con mi madre, por si algo pasaba, y, como la excusa fue buena y al final, cierta, no se lo tomó a mal.
Como digo, al irse mi madre, tuve que volver a celebrar la Navidad con gente con la que no quiero estar. Estuvimos así tres años pero, el último, ocurrió que mi hija se discutió con mi cuñado.
Mi cuñado es una de esas personas que debes coger con papel de fumar. Delicado como un jarrón Ming. Y si no haces o dices lo que él desea, te monta unos pollos que te dejan sudando.
Ese año le tocó a su madre, y mi hija, que es una santa, intervino. Y a él no le gustó y se fue a su cuarto para no vernos más en toda la noche.
La casa es de su madre y él es un malcriado. Pero eso no es el tema. El tema es que no voy ni de donde escribo, a la esquina de mi mesa, a pasarlo mal. Y a comer con disgusto. Y mi hija tampoco. Así que ahora toca comer en casa e inventar alguna cosa para no ir más. Porque creo que se lo han buscado, y porque, este año, compraré diademas de cuernos de reno, o de lo que sea, y nos lo vamos a poner en el coco, mientras nos miramos a los ojos y nos juntamos las manos celebrando una Navidad como corresponde. Una feliz Navidad!
Cuando era pequeña, odiaba caminar. Era una actividad que odiaba, más, si tenía que hacerlo acompañada de un adulto porque eso solo significaba dos cosas, o que iba a un médico, siempre fui muy enfermiza, o que estábamos de vacaciones y nos íbamos de paseo. Odiaba hacer eso con mis padres, creo que porque, por muy lejos que me fuera, por mucho que me separase de ellos, la sensación de que algo no estaba yendo bien me alcanzaba por el cogote como una garra de acero y me iba poniendo de muy mal humor.
Cuando tuve a mis hijos, caminar se hizo obligación. Había que ir a terapia y buscamos un gabinete que estuviera cerca de casa. Excepto una vez, que se mudaron a un sitio más lejos, a un edificio sin ascensor y al que debíamos acceder por una escalera de caracol. Cuando iba sola, dejaba el carro de bebé en el rellano del edificio y bajaba con el niño en brazos con cuidado de no matarnos. Cuando la terapeuta de mi hija se fue, nos marchamos con ella y, con eso, ganamos calidad de vida. Otro sitio más cerca, con ascensor, junto a un teatro, al que iba a mirar su programación hasta que, un día, el niño, que ya apuntaba maneras de vivir en Avatar, se puso a llorar. No fue un llanto muy grande, yo me había parado y él quería que las ruedas de su carro, a las que él miraba hipnotizado, siguieran rodando. Entonces me salió una señora de no sé dónde y me dijo que el niño molestaba. La miré extrañada y le contesté que no estábamos en medio de una función y me dijo que eso no era importante, que lo vital era que el niño molestaba. Ese sitio, la entrada del teatro que es un patio enorme, no estaba hecha para él. Entonces hice como que pensaba un rato y le respondí después que hablara con propiedad. Que la frase correcta era «el niño ME molesta a MI» y apostillé un gilipollas y un, espero que nunca jamás en la vida te veas en una como yo. El niño al que le toque no se lo merece! Le grité.
Hoy día él camina delante de mi, muy deprisa. Aleteando las manos. Como un enorme colibrí. Siempre me espera en las esquinas. No cruza la calle solo. A veces, cuando me pongo a su altura, le digo que un día, con el aleteo de sus manos, se separará del suelo y saldrá volando. Me devuelve una sonrisa socarrona. «Te quiero mamá » me responde, como si intuyera que si eso sucediera no nos veríamos jamás.
Hoy he vuelto a desvelarme. He notado que el niño, justo antes de abrir los ojos, mueve su cuerpo como si sufriera descargas. Ha abierto los ojos, lo he abrazado y le he dado un beso. Le he recordado que es viernes, que mañana no hay cole, y su sonrisa ha iluminado la habitación. Y nos levantamos a por el viernes!
Cuando decidí pasar por el altar tomé la firme decisión de no ser madre. Creía que el tema no se me iba a dar bien, y no quería joderle la vida a ningún niño con mis traumas y mis leches. Total, que ya llevaba tres años de matrimonio, y a mí la palabra se me atragantaba como un hueso en medio del gaznate, la temía como a un nublado. No quería ser de ese tipo de madres que consiguen que sus hijos vayan a terapia y que acaben de pastillas hasta las cejas.
Un día, hablando con mi marido, acabada de fallecer mi abuela, sobre lo mucho que ella había trabajado para sacar sus hijos adelante, la paciencia que yo decía no tener se puso en medio de nuestra conversación. Él me dijo que, todos los temores que yo exponía, no eran más que ejemplos de que a mí me iba a ir mejor de lo que creía.
Y sin pensarlo mucho, me tiré a la a la maravillosa, dura, aventura de ser madre, y no una, dos veces.
Ha sido y es un viaje tremendo. Cuando entro a casa siento que llego a otro planeta, con unos hijos que, si no fuera porque son mi vivo retrato, no parecen míos. Son buena gente, cariñosos a tope, con los que tengo que ejercer una paciencia que no sabía que tenía.
Me he pegado unos madrugones y unos desvelos que no deseo para nadie. He tenido que pelear, físicamente, para poder dar un antibiótico o por cambiar la ruta al ir a terapia.
Cuando se ponen enfermos siento que mi cabeza empieza a girar como una lavadora y mi ansiedad hace que pueda subir hasta mi casa, en un segundo piso, sin necesidad de ascensor. Pero, cuando echo la vista atrás y repaso todo lo que he vivido con ellos, todas las sonrisas que me han dedicado, todas las cosas que han superado gracias a su esfuerzo, todos los «te quiero» han valido la pena. Y no lo digo porque sí, sino porque ellos dos son lo mejorcito que le podía haber pasado a mi vida.
En una vida hipotética, mi semana ideal sería una en la que pudiera ir a ver a mi madre, tomar café con mi hermana, o irme de copas con mi hermano.
En una vida hipotética, mi hija iría a la universidad y ya estaría contándome por teléfono, entre risas, las anécdotas de vivir y estudiar en la isla de enfrente. Yo le diría que tuviera mucho cuidado y, al colgar, pensaría lo bonito y bueno que es empezar a desplegar las alas para el comienzo de un vuelo en solitario.
En una vida hipotética, mi hijo me diría que se quiere apuntar en tal o en cual actividad, donde también se ha apuntado su amigo X, y que está deseando empezar porque va a ser muy divertida. También me diría que ya está con la cuenta atrás del viaje de fin de curso. «A Disneyland París mamá, qué guay!!»
En una vida hipotética estaría en un chat de padres del cole, que cuando avisaran de una chaqueta perdida, pondría un «No, en la mochila de mi hijo no está» y, seguramente, sería amiga de alguna madre del grupo y nos iríamos a tomar café a la salida del cole.
En una vida hipotética, yo no iría a terapia porque mi vida habría sido una vida sin sobresaltos, con una familia perfecta de un barrio perfecto de una ciudad perfecta. Como la de Truman, que no sabía que la suya era un show, un gran hermano gigante. La mía, al igual que la suya, ha sido objeto de escrutinio, de opiniones no pedidas, de prensa incluso. Pero no de la rosa o de la financiera. De la que se dedica a los sucesos.
Ahora que lo pienso, en esa vida hipotética no habría conocido a la gente que, cuando me iba ahogando me dieron la mano para que eso no sucediera. No hubiera conocido a toda esa gente que me he tropezado en asociaciones y cursos y, que, aún con el paso de los años, tengo entre mis contactos en el móvil.
Si viviera esa vida hipotética no sería la persona que soy, la mujer en la que me he convertido. La mujer que ha aprendido que, si una planta puede brotar entre piedras, porqué no, crecer en la adversidad. Por eso, a pesar de no vivir ninguna semana tranquila, lo acepto, respiro y sigo adelante. Hasta que la vida quiera!
Me he vuelto a desvelar, que mucho tiene que ver con la semana que he tenido. Me ha pasado por arriba como una apisonadora. El comienzo sorpresivo de la terapia del niño el lunes. Digo sorpresivo porque se acerca la festividad grande de la isla y nada se mueve aquí antes de ese día. Era lo habitual. Hasta este lunes.
También me ha tocado ir a consolar a una amiga que a perdido a su hermana. Esto el miércoles, pero el martes bajé al sur de la isla para echar un vistazo a la casa que tenemos allí porque había recibido visitas y me gusta ver cómo ha quedado todo. Lo que me toca limpiar cuando vaya esta tarde.
Ayer fui a hacer la compra y luego, la compra del material escolar. Este año he sido realista. Solía comprar material escolar de calidad porque que mi padre en sus años mozos trabajara en una imprenta y nos surtiera a mi hermana y a mi de ello, ha tenido un peso muy importante. Hasta ayer.
En algún momento, esta misma semana, he vaciado la mochila del niño, para mirar qué le hacía falta y he descubierto que ha sido capaz de romper la escuadra, el cartabón y el portaángulos todo, por la mitad. Y ayer decidí comprar material para salir del paso. En eso que la gente llama tienda de chinos aunque el dueño lleve el dni entre los dientes. Me ha salido la compra lo mismo que en la tienda donde iba antes, pero que se han trasladado al quinto pino. Demasiado lejos para una persona que intenta por todos los medios encajar un puzzle donde las piezas se empeñan en no encajar. Y sencillamente no he podido llegar tan lejos porque me han faltado horas, días.
Este fin de semana, como ya dije antes, es la festividad grande de la isla. Y yo me voy. Me hago humo. Esta festividad es de las de salir de tu casa y llegar donde está la iglesia de la patrona de la isla como dicen aquí, de romería. Y por mi casa es muy habitual que salgan hasta grupos de música cantando con sus guitarras y timples. Y yo quiero descansar. Me voy a la casita del sur. Así que me llevaré el ordenador y la tablet. Una para leer y otro para escribir, que son las únicas dos cosas que me relajan. Por cierto, he preguntado a una compañera cómo hizo ella para publicar su libro y lo que me ha contestado me ha dejado entre perpleja y asustada. Menudo follón!!
Hace poco vi unos de estos cuadritos de Instagram que decía que ya no le valía tomar café, que necesitaba morder un cable eléctrico. Así me siento yo habitualmente, pero leerlo me hizo gracia. Lo había puesto otra madre de un chaval autista pero él en grado 3. Yo lucho cada día entre el mantenerme despierta y descansar lo suficiente. Como ven, yo, que tenía que despertarme a las 7 y estoy aquí, con el móvil, escribiendo esta entrada, la cosa me sale de pena.
Como digo, esta tarde me iré y no vuelvo hasta el lunes. Sin mi marido, que le toca trabajar pero con los chicos. Y ahí si que si que me relajaré porque estaré haciendo lo que más me gusta en el mundo. Escribir.
Si tuvieras que renunciar a una palabra que utilizas habitualmente, ¿cuál sería?
Esa es la palabra de la que renunciaría muy alegremente. Soy consciente de que mis hijos no serían las mismas personas que conozco. A las que amo por encima de cualquier otro apartado de mi vida pero, que yo los ame no significa necesariamente que no vea sus dificultades. Los esfuerzos que hacen por vivir en un mundo que, como dice el título de este blog, no les pertenece. Ellos debieron nacer en Avatar. Con buena gente toda, en comunión con la naturaleza. No en este planeta que no los acepta. Que no los mira como iguales.
Actuamos a veces incluso, como no hace la propia naturaleza. Hay veces que ocurre que nace un animal distinto de los de su especie y vemos cómo no son rechazados por su grupo de iguales. Se les huele, se les mira, se les quiere, porque pertenecen a SU grupo. Eso no ocurre con los humanos. El ser humano es capaz de cosas absolutamente maravillosas, pero también de las más horribles.
Esta mañana salieron mis dos hijos de la mano a hacer un recado. Según me cuentan, en parte por sus dificultades, en parte porque les tocó un gilipollas a las doce en punto, lo cierto es que han estado a punto de ser atropellados. Ante los gritos de los testigos mi hija ha reaccionado bien y se ha vuelto a la acera con su hermano de la mano. El tonto, encima, se ha puesto como lo que es y les ha recriminado el comportamiento. Cruzar por un paso de peatones! Qué barbaridad! Iba a aparcar su camión de mercancía en el paso. Para eso estaba dando marcha atrás. Cosa que está prohibida. No se puede pasar donde los peatones tienen habilitado cruzar. Pero no importa, era culpa de ellos. De los raros, de los que aletean las manos ante un peligro, ante quienes se tapan los oídos por los gritos ajenos.
De todo esto me he enterado por teléfono. Gracias al cielo salió mi marido en ese momento y seguro que ha sabido reconducir la situación. Pero yo no me canso de pensar en qué ocurrirá cuando faltemos él y yo.
No tengo, de verdad, ninguna queja del trabajo que me ha dado que mis hijos sean autistas. Son cosas que pasan, y, la genética sólo se ha comportado como debe. Como la ciencia dicta. Pero yo hoy me cago en la genética. Aunque tampoco ella tenga culpa ninguna!