Ayer fuimos a la playa. El día llevaba todo el rato intentando dar calor pero solo lo conseguía de manera tenue. Así que no me di un baño y tampoco mi hija que, cuando era pequeña, se metía en piscinas heladas que le dejaban los labios azules. Ayer se lo recordaba y nos reíamos. Cómo cambiamos! Como evolucionamos a ser otra persona completamente distinta, que sería incapaz, si se diera el caso, de reconocerse en esa personita minúscula, siempre con la mirada perdida, pero no como se ve en las películas, que pone a los habitantes de Avatar con miradas vacuas, no, su mirada hacía ver que, en alguna parte de su cerebro, se había fundido o apagado algún interruptor. Pero solo alguno porque, cuando fijaba la vista en tí, cuando te miraba, acompañaba a su sonrisa una mirada intensa, de esas que atraviesan tu alma.
Estábamos hablando de lo humano y de lo divino, mientras yo miraba como un camaleón a unos jóvenes que estaban detrás nuestra y que hacían todo lo posible por molestar en una playa con espacio suficiente para hacer, si te apetecía, carpados adelante y hacia atrás, sin echar arena a nadie, pero, claro está! si no molestas no te haces notar, cuando recibió un mensaje de su terapeuta. Hacía un mes que le había mandado mi hija un mensaje para concertar una próxima cita. Mi hija iba una vez al mes. Y digo iba porque, después de dejar su mensaje en visto durante 30 días con sus correspondientes noches, le dice que va a dejar (mentira, ya lo debe haber dejado) el gabinete. Y digo que es mentira porque tú no dejas a tus pacientes en ascuas un mes entero. No les mandas un mensaje por la tarde, como una propina. No. Tú a tus pacientes los respetas. Y si no quieres mimarlos, bueno! Ya eso va en tu carácter, pero mi hija llevaba ahí desde que comenzó la adolescencia.
Esta mañana le escribí un WhatsApp diciéndole lo muy equivocados que estuvimos con ella, pensando que el respeto era mutuo y que nos avisaría con tiempo para maniobrar y buscar sustitut@. Luego fui a mis contactos y la eliminé. Y después eliminé el chat de WhatsApp. No me interesa su respuesta. Le deseé buena suerte, pero no con nosotros al lado. No después de como se ha portado.
Mi hija, como buena habitante de Avatar, empezó a buscar el sentido a lo sucedido pensando que había sido error suyo. Pensando que algo estaba mal en ella. Diciendo que así se había portado nosequién y que habían dejado de ser amigas. A mi la indignación me subía como los calores de mi menopausia, en forma de latido chungo. Un latido. «La madre que la parió!» Otro latido. «Cómo puede tratar a una paciente así?» Otro latido. «Voy a escribirle y decirle exactamente lo que pienso de ella». Otro latido. «Me cago en todo!»
Respiré profundamente y le dije a mi hija las razones por las que no creía que ella tuviera la culpa de nada. Difícil tarea esa cuando tu psicóloga, TU PSICÓLOGA!!, te trata como un felpudo. Hoy he vuelto a apuntalar lo dicho ayer de forma educada, en versos casi. Que no piense mi hija que vengo de un barrio de familia desestructurada hasta decir más no. Que no me oiga gritar como lo haría la Sofía Loren en sus pelis. Sacudiendo manos, moviendo la cabeza hasta despelusarme, golpeándome el pecho, no. Decido ser comedida y educada en un mundo que no se merece ni mi escupitajo.
Después de hablar con ella, tras la chapa motivacional de, a tí no te pasa nada, ella te ha faltado el respeto y punto, me fui a la cama con ganas de llorar. No podía dormir y encendí la tele. Al poco oigo un ruido que viene de la ventana de mi habitación. Me asomo y está lloviendo. «Curioso» pensé. «El día ha acabado llorando también». Tal vez por la vergüenza de ver como sus terrícolas tratan a los habitantes de otros planetas. Si. Tal vez sea por eso.