Hoy, como el fin de semana anterior, casi tenía la firme decisión de no escribir. Tenía un cabreo monumental a causa de los despertares a horas intempestivas de mi hijo. «Dónde irá este tan temprano?» Me preguntaba mi madre cuando me veía al bajar de su habitación, con los ojos cerrándoseme por el sueño. «Quieres café mi hija?» Y entonces me tomaba mi segundo café mañanero en compañía de alguien adulto y no de un colibrí enano que agita sus manos para salir volando a Nunca Jamás, con Peter Pan y así dejar de crecer. Qué le gusta a mi hijo su infancia!
Luego, tras el cabreo que me dura el orden de unos tres segundos, me digo a mi misma que, total, voy a escribir un ratito. «Para qué?» Pienso. «No te lee ni perri!!» Pues para tí chica, que pareces tonta y ya vas por 55 tacos! Porque necesitas contarle al universo las cosas que te pasan. Así que si. Cojo el móvil, me recuesto, y comienzo a escribir. Esta semana he ido a terapia. Le he contado lo del apagón de Avatar y nos hemos dado cuenta que, mi ansiedad, ha dado paso a una bonita resiliencia que hace que, en vez de boquear como un pez fuera del agua, me dedique a buscar soluciones. «No fue terrible» le digo. Y lo siento así. Terrible es que te digan que tienes un cáncer de estómago camino del trabajo, y aguantes la jornada laboral aguantando conversaciones de ascensor que te importan cero. Eso le ha pasado a alguien que aprecio muchísimo. Alguien a quien conozco en justicia antes incluso de entrar yo a trabajar ahí. He levantado los puños hacia arriba y le he dicho al 2025 que ya le pueden ir dando mucho. Que, definitivamente, este se gana la palma como año mierder.
Me gusta ir a terapia. Sé que la cosa tuvo su principio y, a lo mejor, un final más o menos lejano. Es en el único lugar donde soy yo. En todos los sitios sigo siendo la niña delgaducha y desconfiada que no quería acercarse a ningún extraño por miedo a que descubriera, arañando un poco, lo que escondía tras mis espaldas. No quería que nadie pudiera utilizarlo en mi contra, así que decidí callar y callada llevo casi toda mi vida. Sin ni siquiera confiar en mi marido. Qué triste!
Este jueves pasado tuvimos una cita él y yo. Le contamos una milonga a los chicos, aunque yo hubiera optado por la sinceridad del que explica que, a veces los padres, necesitamos estar a solas y hablar de cosas que no sean hijos y comportarnos como unos adultos funcionales. Como digo, mi marido optó por mentir. Fue divertido comer los dos juntos, hablar de esta etapa de nuestra vida. La etapa de la madurez. De la menopausia. De subir en un ascensor y confundir un 3 con un cinco. Escuchar mal e ir a meterte por un sitio que no era. Menos mal que me di cuenta pronto de que, efectivamente, le falla el oído que es un primor.
No ha sido una cita para hablar de problemas, sino para afrontar realidades. Luego, al salir de cenar, paseamos por la avenida de la playa, viendo el ocaso, sintiendo el nuestro, aceptando nuestros años y nuestras manías. No le di la mano sino que lo cogí del brazo, como dos maduretes que somos y que han compartido casi 37 años de sus vidas juntos. Y así, en ese sentimiento, con un poco de vértigo, volvimos a casa. Sabiendo que somos aún jóvenes y que podemos, si nos apetece, seguir juntos o separarnos. Eso no será tan importante como lo que hemos creado unidos. Miramos por el retrovisor lo logrado, nos miramos a la cara, sonreímos, y salimos a encarar el futuro. Salimos de vuelta a Avatar.

