¿A qué dedicas la mayor parte del día?
Podría responder esta pregunta con una respuesta corta. A mis hijos. A uno más que a la otra porque es más pequeño y, porque ahora mismo demanda más necesidades que su hermana. Esa es la diferencia.
Ayer empezamos el día ya regulinchi. Cada año, a final del curso, se hace un acto en el cole donde salen los chiquillos dándolo todo ya sea bailando (la mayoría) cantando, etc. Digo lo de regulinchi porque ya el día antes, mi hijo me dijo que tenía que ir de blanco completo a su actuación. Miré el mensaje del profesor y le dije que había sido una broma, pensé que de muy mal gusto, leímos juntos el mensaje de su profesor en el chat del cole, y seguimos a otra cosa. Su profesor tiene la edad de estar casi jubilado, dicho sea todo sin ánimo de resultar ofensiva.
Cuando el niño llegó al colegio, sin estar yo presente, porque el acto comienza a las 10 de la mañana, ya hubo mosqueo. Que porqué había ido de colorinchi, de amarillo fluorescente para ser más precisa. «Porque no lo habías puesto en el classroom chaval!!» Esa hubiera sido la respuesta si mi hijo fuera un niño como todos, que lo es, solo que cuando se encuentra ante este tipo de situaciones enmudece.
Bueno, pues llego al acto acompañada de mi hija, que saludó a propios y a extraños porque ella dejó un muy grato recuerdo por ser la alumna «perfecta». Esa que nunca contestaba mal, estudiosa, no iba nunca a clase hecha un cuadro…en fin, el alumno deseado por cualquier docente. Me siento con el programa del acto en la mano, se apagan las luces y comienzo a disfrutar del espectáculo.
Mientras veo a los críos salir curso por curso, me voy dando cuenta que, los que están a mi alrededor, no perciben el milagro que se muestra ante sus ojos. No saben lo increíble que es que tu hijo sea un niño que hable, que te mire, se sonría, te explique sin necesidad de aplicación de clase, de qué color de las narices tiene que ir… en fin. Esas cosas. Aplaudo siempre a rabiar y me emociono viendo a los pequeños. Pienso que estoy haciéndome mayor.
Cuando le toca al curso de quinto de primaria, salen un montón de críos al escenario, ocupan sus puestos, y comienza la actuación. A los pocos segundos pregunto a mi hija: «Y tu hermano?» No me contesta. Al poco lo vemos aparecer por la izquierda. Me relajo. Se pone en la parte de atrás del escenario, con otros dos, como si los hubiera penado, y comienza a mover unas cintas de un lado a otro de su cuerpo. De izquierda a derecha y viceversa. Miro al resto de la clase. Ellos están dándolo todo. Y él sigue ahí. De derecha a izquierda y vuelta otra vez. Y yo comienzo a indignarme. Va a terminar la actuación y eso es todo lo que va a hacer? No puede ser. Si que si. No seas idiota. A tu hijo lo han puesto el último de la fila justo justo para que no moleste. Como si los demás fueran una especie de Fred Aster con o sin Ginger. Hay incluso dos chicos senegaleses que van de blanco en el grupo de colorinchis. No importa. Ellos son chicos de acogida. Mi hijo no. Mi hijo es menos que la mierda del zapato de cualquiera de los senegaleses (válgame Dios de resultar racista que mi hijo es muy amigo de los dos y han ido a cumpleaños juntos pero quiero que se entienda el contexto). Entiendo que me he gastado un dinero en una ropa y en unas cintas, que he cosido, y que era para que el niño hiciera de póster. Casi al acabar la actuación, los niños se van a bailar con el público, otra cosa que debían haberme avisado para ponerme cerca de la escalera. No no. Tampoco. El niño no quiere bailar con ningún desconocido. Quiere bailar conmigo. Y camina hasta mí y bailamos juntos, separados del grupo, en las gradas. Sin mirar a nadie. Como si estuviéramos solos. Sonrío a tope. Me quiero morir. Al darle la mano, he visto que, ni siquiera, las cintas son las suyas. Se la han dado a algún compañero que las ha olvidado y que no hace de póster. Él lleva unas grapadas a sus muñecas un poco demasiado apretadas.
Termina el espectáculo. Voy a buscarlo al colegio, y me pregunta que qué tal ha bailado. «Fenomenal!!» contesto. «Genial!!» Me pide que le quite las cintas y lo consigo con dificultad. Viene mi marido a recogernos y me siento en el coche, a su lado. Lo miro, me mira, frunce el ceño. «Pasó algo?» «Noooo. Todo genial» le contesto. Y me giro a mirar el paisaje mientras bajamos para casa, reflexionando sobre cómo es el ser humano y lo cruel que puede llegar a ser aún sin pretenderlo. Sin querer.
Sé que no lo ha hecho porque sea un cabronazo, su profesor lo ha hecho porque no quiere ningún problema con él de aquí a que se jubile que será el año que viene. Y comienzo a pensar que tal vez no sea buena idea planear un viaje de fin de curso mi hijo con la clase. Y reflexiono sobre que acabamos de terminar el curso y ya tengo que ir agarrándome los machos para el siguiente. Pero, si Dios quiere y tengo salud. lucharé por todos sus derechos y todos sus deseos, ya sea ir al viaje o no, hacer exámenes adaptados o no, o lo que surga. Solo espero mucha salud y mucha paciencia.
Cuando termino de reflexionar, cierro los ojos, doy un suspiro enorme, me giro para mi hijo y le digo, «enhorabuena!! Solo te ha quedado francés!!» Y con esa frase cierro la etapa escolar de quinto de primaria.