¿Qué te hace llorar de felicidad?
Pocas han sido las veces que he podido llorar de felicidad. No porque sea una mujer dura de esas a las que no les afecta nada, pero yo, cuando a alguien cercano a mi, me ha contado algo que le ha pasado muy bonito, como mi madre, cuando me llamó para decirme que su décimo había sido premiado en la lotería. No lloré. Reí y salté de alegría. Me alegré por ella hasta que, para su desgracia, lo de poder cobrar el número se convirtió en un problema arduo y difícil. Pero esa es otra historia, tal vez la cuente el día que me pregunten qué me hace cabrearme como una mona. Entonces ahí habrá relato del décimo.
La primera vez que recuerde llorar de felicidad fue cuando aprobé las oposiciones. Llevaba un montón de años intentándolo, aprobando una primera parte, fracasando en la segunda, aprobando sin conseguir llegar a la nota de corte…en fin.
Mi madre llevaba un mes y tres días fallecida. El exámen fue un 17 de abril y yo no pensaba acudir. Me animó mi marido y me dijo que yo nunca me había rendido con nada y, como ese argumento me pareció una soberana memez, porque uno siempre tiene derecho a elegir si quiere ir a un sitio a pasarlo mal o no, pues como digo, como ese argumento le hizo aguas, probó con decirme que yo siempre iba con dos amigas a las que llevábamos en el coche. Y que las iba a dejar tiradas. Entonces decidí ir. El peso de la amistad desequilibró la balanza. El examen se retrasó por lo menos dos horas o más. Yo estaba anestesiada. Mi madre había muerto y en mi cuerpo no cabía otra sensación que la del luto.
Total, que tras realizar el examen y con un montón de tiempo de espera de por medio, salen los resultados finales. Más de un año de espera. El Ministerio es el caracol de los ministerios en general. Me había quedado en el puesto 41 de 139. Podía elegir dónde ir.
Cuando fuimos a la toma de posesión, mientras firmábamos los papeles, una amiga me hizo una foto. Salgo llorando como una magdalena. Estaba feliz como una perdiz. Lo había conseguido a pesar de todo. Con mis hijos, mi marido, mi casa, mi madre, el autismo…Una compañera me dijo que era leyenda. Y me reí. Pero me reí porque solo yo sabía lo que me había costado.
Otro momento en el que lloré mucho fue al año siguiente. Era la orla de mi hija. Por fín acababa su etapa escolar y el instituto y veíamos allí, en el escenario, el preludio de la vida adulta. He de decir que cuando ella salió el público se volcó con ella. Muchos no sabían que ella era autista, pero los que sí, gritaron como locos. Al salir cada alumno ponían una música distinta, de piano, muy elegante todo. Cuando pisó ella el escenario, comenzó a sonar My Way. Era la canción que mi madre eligió para despedirse. Quería que se la pusieran en su entierro. Entonces me puse a llorar como una niña chica. Sentí su presencia allí, ella que amaba tantísimo a sus nietos, con lo que le hubiera encantado estar ese día sentada a mi lado, había muerto. Al principio pensé que la vida es muy injusta pero luego, durante el rato que duró la canción, supe que era una forma de decirme que estaba allí y que no se estaba perdiendo nada. Abracé aquél momento, sentí que no quería perderme ningún detalle porque no quería olvidar nada y entonces abrí los brazos para abrazar a mi hija que venía hacia mí con unas rosas en la mano.