¿Cada cuánto sales a caminar o correr?

Cuando era pequeña, odiaba caminar. Era una actividad que odiaba, más, si tenía que hacerlo acompañada de un adulto porque eso solo significaba dos cosas, o que iba a un médico, siempre fui muy enfermiza, o que estábamos de vacaciones y nos íbamos de paseo. Odiaba hacer eso con mis padres, creo que porque, por muy lejos que me fuera, por mucho que me separase de ellos, la sensación de que algo no estaba yendo bien me alcanzaba por el cogote como una garra de acero y me iba poniendo de muy mal humor.

Cuando tuve a mis hijos, caminar se hizo obligación. Había que ir a terapia y buscamos un gabinete que estuviera cerca de casa. Excepto una vez, que se mudaron a un sitio más lejos, a un edificio sin ascensor y al que debíamos acceder por una escalera de caracol. Cuando iba sola, dejaba el carro de bebé en el rellano del edificio y bajaba con el niño en brazos con cuidado de no matarnos. Cuando la terapeuta de mi hija se fue, nos marchamos con ella y, con eso, ganamos calidad de vida. Otro sitio más cerca, con ascensor, junto a un teatro, al que iba a mirar su programación hasta que, un día, el niño, que ya apuntaba maneras de vivir en Avatar, se puso a llorar. No fue un llanto muy grande, yo me había parado y él quería que las ruedas de su carro, a las que él miraba hipnotizado, siguieran rodando. Entonces me salió una señora de no sé dónde y me dijo que el niño molestaba. La miré extrañada y le contesté que no estábamos en medio de una función y me dijo que eso no era importante, que lo vital era que el niño molestaba. Ese sitio, la entrada del teatro que es un patio enorme, no estaba hecha para él.  Entonces hice como que pensaba un rato y le respondí después que hablara con propiedad. Que la frase correcta era «el niño ME molesta a MI» y apostillé un gilipollas y un, espero que nunca jamás en la vida te veas en una como yo. El niño al que le toque no se lo merece! Le grité.

Hoy día él camina delante de mi, muy deprisa. Aleteando las manos. Como un enorme colibrí. Siempre me espera en las esquinas. No cruza la calle solo. A veces, cuando me pongo a su altura, le digo que un día, con el aleteo de sus manos, se separará del suelo y saldrá volando. Me devuelve una sonrisa socarrona.  «Te quiero mamá » me responde, como si intuyera que si eso sucediera no nos veríamos jamás.

Hoy he vuelto a desvelarme. He notado que el niño, justo antes de abrir los ojos, mueve su cuerpo como si sufriera descargas. Ha abierto los ojos, lo he abrazado y le he dado un beso. Le he recordado que es viernes, que mañana no hay cole, y su sonrisa ha iluminado la habitación. Y nos levantamos a por el viernes!


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