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El finde
Ya sabía yo, cuando encaré este sábado, que sería un sábado de estos de venga venga, vamos vamos.
Primero fui a la peluquería. Mi pelo ya iba de color naranja y empezaba a salir y a hacer lo que le daba la gana en mi cabeza. Había veces que tenía que aplastarme el pelo con agua porque yo no puedo agendar ir a arreglarme sin antes haber pasado por otras etapas. Como las carreras. Solo que yo no compito con nadie. Yo echo el hígado sola.
Cuando termino de cortarme el pelo, llamo a mi hija y le digo que la espero en una de las pocas calles de venta que nos han dejado los centros comerciales. Me meto en la tienda elegida, y, antes de que ella venga con el hermano, le busco la ropa que llevará a la orla del viernes. Cuando coincidimos, lo meto en el probador, le digo que huele a sudor y que porqué diablos me viene en zapatillas. La idea era que viniera en playeras, con calcetines, para poder probarle los zapatos. No le cabe el pantalón y, como si creyera que la gente se estaban llevando las cosas como cuando empleas una aspiradora, salgo corriendo a buscar una talla más. Cuando vuelvo, que han sido minutos, ya está con la cabeza girada de esperar.
Elijo unas sandalias, craso error, para culminar el outfit. Solo tienen hasta la 36 y él hace mil años que dejó esa talla atrás. La monda es que la roña que lleva en sus pies es de esa talla. Como ya ha salido del probador, le pido que se pruebe el calzado allí. Delante de la caja. No consigue encajar cuerpo con sandalia y con su coordinación motora. Sé que por eso se sienta en el suelo. Tan pichi. Pero a mi me da vergüenza y le digo que se levante que no tiene 5 años. Pago la ropa y me meto en otra tienda a por los zapatos.
La elegida es una que debería llamarse, vendemos zapatos de calidad a precio de pelo de unicornio, o mejor, entra que te vamos a dejar el culo como la bandera de Japón. Nada más entrar encuentro lo que busco. Unos náuticos, ligeros como plumas y a un precio que supera con creces el de la ropa. Digo que me da igual porque él siempre va con unas cholas asquerosas que, encima, le quedan pequeña. Él está de mal humor porque no le gusta la camisa que le elegí que es de papel de fumar y antirozaduras cuelliles. Así que no me pone fácil el probarse los zapatos. En un momento dado, busco mi modo zen, y comienzo a respirar pausada para no estrangularlo. La vendedora me dice que me admira. Me hace ver que ella ya lo hubiera hecho.
Salgo de la tienda y, mi rinitis, que comenzó de manera suave, de andar con ropas ya se ha convertido en un festival. Pillo comida preparada y un taxi. Y un cura por si muero. Ya él está llorando por lo de la camisa. Me da igual. Las opciones que él busca no son posibles para una orla. O para mi. No sé.
Por la tarde, a pesar de quedarme medio minuto para morir, voy a comprar. No puedo encarar la semana con la nevera como un páramo. Me llevo el carrito pinturero que me compré en el chino, y a ellos. Al salir noto que han cortado calles, y que podemos ir por la carretera de la principal. Me acuerdo de que la patrona de la isla anda de paseo y viene para quedarse unos días en la catedral. Al volver, comprar es otra coña que pone mi rinitis a mil, por el poco polvo que tienen los objetos, me arrastro por la carretera.
Subo a mi casa y oigo trompetas y tambores. Le digo a mi hijo que va a pasar la virgen y que si quiere verla. Se pone conmigo en el balcón y, cuando pasa, me mira y me dice que eso no es una virgen sino una figura de madera. Le digo que si pensaba que era una virgen de verdad y me dice que si. Luego me dice que para estas mierdas no vuelva a molestarlo. Ya no recuerdo nada más. A esas alturas estoy tan mala que me tomo algo para el resfriado pensando que es otra cosa, y no alergia, lo que tengo. Luego me viene mi hija y me dice la nota de un simulacro. La aplaudo. Muy buena nota. Ha escachado el supuesto. Le doy unos consejos, boqueando como un pez y así, de esa manera, acaba mi sábado. Agotada pero feliz de haber cruzado todas las etapas. Cojo el móvil y veo a Verdeliss corriendo una maratón y me pongo de su parte hasta las cachas. Ha cedido su premio a otra corredora que ha protestado como una niña chica. Yo primero le meto un tiro. Bueno, sin sangre, pero con un buen tirón de pelos y al grito de: «a llorar a la llorería». Luego me pongo un podcast donde alguien explica las triquiñuelas de un sinvergüenza para limpiar bolsillos ajenos. Me quedo dormida. Me despierto. Quiero oír el podcast porque el presentador me cae rebién. Mejicano. Me encantan la gente de esas tierras. Me duermo otra vez. Me rindo.
Hoy saldremos a comer fuera y tendremos otra oportunidad para disfrutar del día. Y en ello estamos!
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Una de vaqueros
Estaba frente al espejo, mirándose escrutadora, pensando en los kilos de más pillados en el verano. Demasiado helado, poco ejercicio porque no apeteció con tanto calor, y pocas ensaladas. Combinación explosiva para la figura de una mujer que tocaba los cincuenta. En ese preciso instante llegó su pareja y miró su imagen del espejo. «Me voy». Le dijo. «A dónde?» Contestó ella. «No te toca trabajar hoy!» «Me voy de casa. Te dejo. Llevamos tiempo pasándolo mal y este verano ha sido la guinda del pastel. No recuerdo la última vez que estuvimos juntos. Cero intimidad. Mil discusiones. Ya no vale la pena luchar más. Por lo menos para mí. Ya he recogido mis cosas». Se dio la media vuelta y se fue. Sin dejar un turno de réplica, algo de súplica, mucho de llanto calmado, frases que habían quedado sin decir en la punta de sus labios…aunque en realidad, para ser sincera, no quería hacer ninguna de esas cosas.
Se sentó, y, al hacerlo, la cremallera del vaquero protestó al igual que lo hicieron las costuras. Miró su barriga asomando en una curva bonita, morena por el sol y se preguntó si no sería esa hinchazón producto de no haberle llegado aún la regla. Se dijo a sí misma que estaba ya en perimenopausia, y que qué iba a hacer ahora con los años redondos tocando ya a la puerta. Volvió a mirarse de nuevo. La verdad que la curva de la barriga daba una imagen muy cuqui, como de embarazada. La pregunta cayó como un rayo. Y si…? «No puede ser!» se dijo a sí misma, «pero por si las moscas, ve a la farmacia anda, y remata este día de mierda con una prueba de embarazo. No. Mejor. Cómprala y hazla mañana».
Así hizo. Al día siguiente, con el cuerpo haciéndose a la idea de que no tendría que dormir encogido nunca más, que podría comer a la hora que le apeteciera y no a la hora que marcaba su pareja, que ya no tendría que soportar miradas escrutadoras y frases del tipo «eso no te queda bien, pareces un poco golfa» que la ponían de un humor de perros y que la hacían gritar intentando que él no sobrepasara sus límites, fue al baño, se hizo el test y resultó positivo. Y ahí se quedó. Quieta. Estupefacta. Con el test en la mano mirándola desde aquel punto fatídico. Luego pensó que aquello era una señal. Un alivio además. No criar a su hija (ella pensaba que sería niña) con un hombre que no quería respetarla como persona. Que solo era feliz saliendo con una marioneta. Una que le permitiera sobrepasar los márgenes de su persona. Alguien que le dijera a todo que sí. «Menos mal que rompió los hilos y me dejó sola. Todo va a ser bonito sin él». No le quedaba ninguna duda! «Voy a pedir hora con el ginecólogo. Esto va a hacer una aventura maravillosa». Y tanto que si!! Una aventura en soledad. No. Error. Comenzaba la gran yincana de la maternidad y lo haría con su peque. «Preparada…, lista…, ya!!»
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El viaje de fin de curso familiar (día 7 y último)
Ayer nos levantamos a dos tiempos. Me explico. Primeramente, me despertó a las cuatro de la mañana. Suele ocurrir cuando hay un cambio, un examen, un viaje…así que, después de enseñarle la tablet que tenía en la mesilla de noche, a Dios gracias porque yo apago el móvil, me giré para que no me hablara, un truco de madre veterana en estas lides y le ordené que durmiera. Cayó a saco y volvió a dormir hasta las 7.
Después de desayunar, le dije que regara el jardín, para hacer el duelo de la partida como se debe. Regando las plantas y demostrando su amor a la casa, todo ello mientras yo podaba arriba, haciendo lo propio.
Luego me puse a limpiar la planta baja y mi hija, superada por todo lo ocurrido esta semana, y, habiendo hablado el día anterior de que me ayudaría, comenzó negándose, luego me gritó y por último me dijo que porqué limpiaba la casa, y no pagaba a alguien. Yo me limité a seguir limpiando porque entendí que, cualquier cosa que dijera caería en saco roto. Desde el amor que siento por ella, la respeto y la entiendo.
Luego llegó mi marido. Enfermo. Catarro. Sin fiebre. La muerte para él. Salimos a comer porque para eso no hay enfermedad alguna, y al volver, descansamos un poco y luego empecé a recoger. Por el rabillo del ojo miraba a mi hijo, y lo veía cada vez más enfurruñado. Tan es así, que no quiso ir a cenar y nos fuimos directos a casa. Al llegar, miré el hogar que nos recibió acogiendo a esta familia rara que lo habita. Esta familia que vive entre sus paredes pero que la utilizan sólo para dormir. Que siempre salen y entran corriendo. Que, cuando están, no se les oye, no se escucha un ruido. Como si en él viviera una familia de felinos.
Deshice las maletas, puse dos bolsas junto a la lavadora para irme haciendo el cuerpo de la que me espera. No importa. Eso también será una prueba de amor a mi casa, a mis hijos. Hoy estoy encerrada en la sala de vistas con mi jefe. Otra prueba de cariño. Mi compañera no anda fina de salud y él tiene las defensas regulinchis. Estas son mis motivaciones vitales. Amar sobre todas las cosas y hacerlo como a mí misma, alejando todo lo que enturbia mi sentir. Amo incluso a la letrada que habla y que tiene que contestar una demanda larga hasta decir más no. Y este amor inmenso de mi hacia el mundo, lo extiendo a la memoria de mi madre que hoy hubiera cumplido 72 años. Y así cierro el círculo. Desde el final. Hasta el principio.
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El viaje de fin de curso familiar (día 6)
Ayer, después de llover un rato bueno por la noche, aunque aquí la gente, los turistas, no se ponen como la población de la isla, es decir, no gritan, no corren, no se ríen, pues como digo, al día siguiente salió un sol radiante. Nos pusimos mi hija y yo a limpiar la parte alta de la casa y, cuando vino mi marido, salimos a comer a un restaurante al que iban mucho mi madre y su marido, pero claro, yo no soy mi madre, soy más tímida, y los camareros han diluido el recuerdo suyo porque ya son cuatro los años que hace que se fue. También me recordaron hoy que mañana sería su cumpleaños. 72 años hubiera cumplido. En fin!
Total, que, salimos del restaurante y paseamos un poco por la avenida (muy poco porque el sol ya andaba dando duro a sus rayos y somos muy blancos para soportarlo) y nos hicimos una foto. Vuelta a casa a descansar y por la tarde nos llevó mi marido con el coche a la playa y volvió a la capital para entrar a trabajar.
La playa estaba prácticamente desierta, de normal es un día de cole, de trabajo, y se notó muchísimo que estamos en temporada baja.
Allí me puse a hablar con mi hija de que se está preparando con muchas ganas las oposiciones y que confío absolutamente en que puede aprobar. Ella siempre intenta decir que no, pero yo le corto diciendo que tardé la vida en aprobar y que, cuando digo que vas a aprobar es que puedes hacerlo. Luego me explicó el vértigo que le da comenzar a hacer algo que no tiene ni idea. Yo contraataqué explicando que, cuando empecé no había nadie en el antiguo edificio para explicarme. Para colmo se había cambiado el sistema de hacer el correo al modo online, mis jefas eran dos mujeres que me miraban como si oliera a mierda y mi compañera estaba loca (literalmente). Así que mis primeros días fueron una auténtica yincana sazonada con juicios a otra isla, compra de pasajes para ir y volver en el día porque no podía permitirme el lujo de dejarla sola porque era muy pequeña, más discusiones con la comercial de correos quejándome de que tuviera que realizar un trabajo que era propio de un empleado de correos. Teníamos que pegar unas etiquetas a cada carta y a un folio, lo que retrasaba muchísimo hacer el maldito envío. Había días que salía sobre las 5 de la tarde. Sin comer. Y pasaba a recogerla a la guardería. El sistema se quitó porque no fui la única que protestó pero esas horas echadas de más no fueron remuneradas así que sí, lo hice por tonta.
Luego vino mi compañera a explicarme que había elegido un juzgado donde se viajaba a otras islas. Y que el siguiente viaje me tocaba hacerlo a mi. Ella tenía miedo a volar y se tomaba unas pastillas mezclada con alcohol. Con el paso de los años, la química de su cerebro se modificó y acabó con una incapacidad para el puesto. Por eso se turnaba con la compañera que yo sustituía. Luego le dio pena porque supo de mis circunstancias y se ofreció a ir ella pero le dije que no.
Cuando terminé la historia, ya tocó recoger, sacar a su hermano del agua, caminar cuesta arriba para llegar a casa, mientras el niño iba delante, aleteando las manos como las cotorrillas que habitan en la copa de los árboles. Pasamos por un bar donde mi madre solía ir con su marido a bailar. Estaba el mismo cantante. Cantaba algo de Julio Iglesias y pude sentir a mi madre y su marido bailando en la pista. Mi hija se me acercó y, bajito me dijo: «echo de menos a la abuela mamá». La primera vez que mi hija verbalizaba algo así. «Te estás volviendo muy terrícola» le contesté y nos echamos a reír. Y así, en ese silencio compartido, en el vuelo de su hermano, en los años que me pesan, llegamos a casa.
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El viaje de fin de curso familiar (día 5)
Ayer fuimos a la playa. El día llevaba todo el rato intentando dar calor pero solo lo conseguía de manera tenue. Así que no me di un baño y tampoco mi hija que, cuando era pequeña, se metía en piscinas heladas que le dejaban los labios azules. Ayer se lo recordaba y nos reíamos. Cómo cambiamos! Como evolucionamos a ser otra persona completamente distinta, que sería incapaz, si se diera el caso, de reconocerse en esa personita minúscula, siempre con la mirada perdida, pero no como se ve en las películas, que pone a los habitantes de Avatar con miradas vacuas, no, su mirada hacía ver que, en alguna parte de su cerebro, se había fundido o apagado algún interruptor. Pero solo alguno porque, cuando fijaba la vista en tí, cuando te miraba, acompañaba a su sonrisa una mirada intensa, de esas que atraviesan tu alma.
Estábamos hablando de lo humano y de lo divino, mientras yo miraba como un camaleón a unos jóvenes que estaban detrás nuestra y que hacían todo lo posible por molestar en una playa con espacio suficiente para hacer, si te apetecía, carpados adelante y hacia atrás, sin echar arena a nadie, pero, claro está! si no molestas no te haces notar, cuando recibió un mensaje de su terapeuta. Hacía un mes que le había mandado mi hija un mensaje para concertar una próxima cita. Mi hija iba una vez al mes. Y digo iba porque, después de dejar su mensaje en visto durante 30 días con sus correspondientes noches, le dice que va a dejar (mentira, ya lo debe haber dejado) el gabinete. Y digo que es mentira porque tú no dejas a tus pacientes en ascuas un mes entero. No les mandas un mensaje por la tarde, como una propina. No. Tú a tus pacientes los respetas. Y si no quieres mimarlos, bueno! Ya eso va en tu carácter, pero mi hija llevaba ahí desde que comenzó la adolescencia.
Esta mañana le escribí un WhatsApp diciéndole lo muy equivocados que estuvimos con ella, pensando que el respeto era mutuo y que nos avisaría con tiempo para maniobrar y buscar sustitut@. Luego fui a mis contactos y la eliminé. Y después eliminé el chat de WhatsApp. No me interesa su respuesta. Le deseé buena suerte, pero no con nosotros al lado. No después de como se ha portado.
Mi hija, como buena habitante de Avatar, empezó a buscar el sentido a lo sucedido pensando que había sido error suyo. Pensando que algo estaba mal en ella. Diciendo que así se había portado nosequién y que habían dejado de ser amigas. A mi la indignación me subía como los calores de mi menopausia, en forma de latido chungo. Un latido. «La madre que la parió!» Otro latido. «Cómo puede tratar a una paciente así?» Otro latido. «Voy a escribirle y decirle exactamente lo que pienso de ella». Otro latido. «Me cago en todo!»
Respiré profundamente y le dije a mi hija las razones por las que no creía que ella tuviera la culpa de nada. Difícil tarea esa cuando tu psicóloga, TU PSICÓLOGA!!, te trata como un felpudo. Hoy he vuelto a apuntalar lo dicho ayer de forma educada, en versos casi. Que no piense mi hija que vengo de un barrio de familia desestructurada hasta decir más no. Que no me oiga gritar como lo haría la Sofía Loren en sus pelis. Sacudiendo manos, moviendo la cabeza hasta despelusarme, golpeándome el pecho, no. Decido ser comedida y educada en un mundo que no se merece ni mi escupitajo.
Después de hablar con ella, tras la chapa motivacional de, a tí no te pasa nada, ella te ha faltado el respeto y punto, me fui a la cama con ganas de llorar. No podía dormir y encendí la tele. Al poco oigo un ruido que viene de la ventana de mi habitación. Me asomo y está lloviendo. «Curioso» pensé. «El día ha acabado llorando también». Tal vez por la vergüenza de ver como sus terrícolas tratan a los habitantes de otros planetas. Si. Tal vez sea por eso.
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El viaje de fin de curso familiar (día 4)
Hoy me he levantado como la canción «bailando» moviendo la pierna, el pie, la tibia, el peroné, la cabeza, el esternón y la cadera pero todo a la vez y de forma arrítmica. Me duele la cintura si toso. A ese nivel. Creo que es la falta de ejercicio, sumado al colchón de la cama donde duermo que tiene sus poquito de años.
Ayer, después de que mi marido llegara del trabajo, y tal y como estaba planificado, salimos a comprar comida preparada. Luego, cuando el sol ya caía, nos fuimos a la playa. Atrás ha quedado el llegar, poner las cosas en la arena y ver a mi hijo gritar en círculos en la orilla y sin quitarse la ropa. Una vez que esto sucedía se acababan los gritos. Es curioso! No recuerdo qué decía pero sí soy capaz de sentir su desesperación. Luego vino el acostumbrarlo a estar en manguitos. No porque él fuera un imprudente y se metiera a tontas y a locas en el agua, no. De hecho no deja que el mar toque su cara. Odia eso profundamente. Lo que nos daba miedo era que, en la propia orilla, y producto del mar de fondo pudiera llevárselo una ola. Eso porque íbamos a playas naturales hasta que a mi, por mi paz mental, se me ocurrió ir a las hechas por el hombre solo por una razón. El mar sube o baja, pero no hay oleaje. Así y todo, había que meterlo a rastras, gritando, con todo el mundo mirándolo sin entender, y, cuando ya podía empezar a nadar, comenzaba a reír y a hacer el perrito. Y entonces la gente nos miraba más y me suplicaban con la mirada una torta por haberles jodido un rato de su descanso el niñito caprichoso de marras. Yo lanzaba miradas asesinas y nunca llegaron a verbalizarme lo que pensaban.Con mi madre se daba largos paseos y se adentraba en el mar, ya digo, con los manguitos, y salía de nuevo nada más tocar las boyas. Luego se quedaba en la orilla, tirando piedras hasta la hora de irnos. Hasta que un día dije que se me habían olvidado los manguitos en casa (mentí) y lo animé a meterse conmigo en el agua sin ellos. Sin gritos. Enseñándole a nadar en paralelo a la orilla. Con más paciencia que el santo Job. Sin arrastres. Me costó la vida misma pero lo conseguí. Y mis chacras volvieron a alinearse.
Ayer llegó, se quitó la ropa, corrió a la orilla y se tiró al mar como si eso lo hubiera hecho toda su corta vida. Ahora se queda en el agua hasta que yo, toalla en ristre, le digo que tiene que salir que es hora de cenar. Eso lo entiende perfectamente. Es la única cosa que cambia por el mar. Cenar en la terraza como un gentleman, viendo como se mueve todo a sus pies. Sin importarle mucho esto o lo otro, pero viendo el paisaje, la caída del sol tras la montaña. Yo no suelo ponerme con él porque ceno después. Cuando todos ya lo han hecho. Me gusta sentarme en la mesa del salón e imaginar a mi madre frente a mi, riendo y a su marido riendo con nosotras. Otras veces no ceno porque hago la croqueta hasta la cama y allí me quedo. Porque estoy agotada de mover la pierna, el pie, la tibia, el peroné, la cabeza, el esternón y la cadera. Todo a la vez. Arrítmicamente.
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El viaje de fin de curso familiar (tercer día)
Hoy no he amanecido bien. Al hecho de levantarme con dolor de coco, quizás producto de tomar dos vinos en la cena y un trozo de tarta de chocolate, o de no haber dormido bien, que me suele ocurrir cuando ceno copiosamente. Me ha despertado mi hija al ir al baño. El ruido del agua, a esas horas, despierta a todo el que tenga un sueño delicado, y yo tengo uno de sioux, por esto de vigilar los pasos de los chicos.
A mi malestar se une que hoy a mi hijo le ha dado por no hablar. A veces le pasa. Se cierra en banda y no te contesta si no es con movimientos de cabeza. He empezado presionándolo un poco para ver si así, pero enseguida he reculado. No conviene que, lo que puede durar minutos, se convierta en un día completo.
Como estas cosas me ponen de mal humor, me he puesto a recoger la cocina y he decidido pensar en otra historia que no fuera el mutismo del enano y he llegado a otra idea igual de triste. Ayer, al bajar las escaleras, un vecino de la urbanización me ha dicho que los años se me notan al subir o bajar los escalones. Hay que decir en mi descargo, que la escalera es pendiente, que los escalones no tienen todos el mismo tamaño, y que, si no voy al gimnasio, mis extremidades rugen como lo hizo en su momento la marabunta. La debacle vaya!. Además de que el vecino de marras, no suele dar ni la buenas horas, pero eso sí, decirte que estás mayor, eso lo hace cojonudo.
De ahí he saltado a cuando el marido de mi madre compró la casa, que tendría, por aquel entonces, más de 60 años. Salía por las mañanas, a caminar, y se pegaba una hora u hora y media andando. Subía la montaña que tengo enfrente y bajaba y entraba a la urbanización por el flanco derecho de la casa, demostrando un vigor que yo no tengo. Luego he pensado en lo que hay que arreglar en la vivienda, en la energía que tengo que dedicarle, y me he puesto a pensar en venderla. Como ven, todos pensamientos positivos y llenos de optimismo. Del mismo color que la tristeza que da que tu hijo, vete a saber porqué, decide no hablar. Así saltaron las alarmas con él. Porque no decía ni mu en la guardería. Y digo ahí porque en casa era dicharachero y alegre. Lo que son las cosas!
Después encendí mi móvil, otro que me ha advertido ayer que su batería no funciona como debe. Me ha indicado que debo visitar al servicio técnico de la marca. Qué bien! Ya lo había notado pero es como con otras cosas, a lo mejor, si me hago la loca, no ocurre. Claro que sí Guapi!! Qué pereza más grande me da el hecho de comprar otro móvil. Pero claro! Este lo tengo creo que hace unos 8 años y ha pasado y sufrido un hackeo!
Pues así iba, de un pensamiento alegre a otro, cuando se ha acercado a preguntarme qué día en número y de la semana es, en qué mes estamos, y qué vamos a comer. Ahora deambula por el salón con unas zapatillas de mi hermano que las dejó un millón de años atrás. En la última visita que hizo junto con mi madre. Eso me ha llevado a pensar que ya va cargando su pila interior, esa que lo hace ser el niño que es habitualmente, y que a mi, mi pila se me va agotando. Que ya no tengo fuerzas para esta casa, ni para más coña. Luego me viene a la mente mi madre, su marido, y la fortaleza de ambos, y se me pasa.
Ha venido mi hijo a darme un abrazo. Voy a aprovechar que ya vuelve a ser él y voy a estar un rato como hago siempre. Abrazándolo. Sintiendo el olor de su champú en mi nariz. Así hasta que llegue su padre del trabajo. Recargando mi energía…🔋
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Querida hija
Hoy es tu cumpleaños. 20 años son los que han pasado desde que, en el paritorio, decidiste que algo no iba bien. Que te habían puesto en otro nido, con otra madre. Arqueaste la espalda cuando te pusieron en mi pecho y yo noté tu rechazo. Después de tu susto llegó tu llanto desde aquella misma noche hasta que soplaste tu primera vela. Luego desconectaste y te fuiste a Avatar y dejaste tu cuerpo humano aquí mientras yo lloraba desesperada tu marcha. Tardé otro año en hacer ver a tu padre que algo no iba como debía y, en ese año, lloré tanto que le decía a los que me conocían que mi cara se había achatado por los Polos. Así de hinchada estaba. Me arrastraba por todos lados como una hoja seca. Mis amigas dicen que, a pesar de todo, me mantuve firme. Yo creo que también abandoné mi cuerpo y me fui a hacer gárgaras.
Luego llegaron los especialistas y sus diagnósticos erróneos porque eras muy lista o ellos muy tontos o la mezcla de ambas cosas. Hasta que llegó el neuropediatra y nos dijo que hablarías en un par de meses. Me aferré a ello y, un día, buscándote por casa, gritando tu nombre, te encuentro, te giras, me miras y me preguntas «¿qué?» Y ese «qué?» volvió ese día el más feliz de mi vida. Te cogí de la mano, y, poco a poco, conseguimos que volvieras, que hablaras, nos miraras, señalaras, soltaras el pañal…curramos todos como jabatos.
Luego vino la despedida de la guardería con casi 6 años. Tu última actuación consistió en bailar la canción de Beyoncé, Halo, con un tutú, un moño, tú que no te dejabas tocar la cabeza!, y una sonrisa preciosa. Tu profesora decidió ponerte delante, en el centro del grupo. Cuando terminó, a tu padre y a mi nos dolían las manos de aplaudir. Ví a la profesora y le di las gracias: ‘Ha sido increíble!» Le dije. «Tu hija es increíble» me contestó. Y supe que, por fin, habías decidido que yo, como madre, no lo estaba haciendo mal y avanzaste cogiéndome de la mano. Esa fue la última vez que lloré porque me ocupé de que fueras feliz todos y cada uno de tus días.
Luego han venido muchas cosas igual de satisfactorias. Pero lo mejor y más importante es que hoy día eres una diafrutona. Te gusta el planeta Tierra, aunque no quieras dejar Avatar. Amas a tu familia sobre todas las cosas, sobre todo ahora que sabes que la única que no es de ese planeta soy yo. Eso te ha dado seguridad. Ves a tu padre, lo que ha conseguido, y sabes que todo es posible, aunque a veces te asalten las dudas. Y sabes qué? Con eso has conseguido que tu hermano considere la posibilidad de pasar más tiempo contigo, aunque eso le suponga soltar lastre con vuestro planeta de origen. Él, que lo disfruta tanto, se ha mirado en ti.
Gracias a tu lucha, a tu constancia, a tu fuerza, he conseguido triunfos personales, por esto de que no me vieras tirar la toalla. Te quiero hija. Me alegro de que me eligieras como madre. Y, como le dije a tu hermano, no te quiero como la trucha al trucho, te quiero desde el centro mismo de mi ser. No lo olvides. No me olvides!
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El viaje de fin de curso familiar
Estamos en la casa del sur desde ayer tarde-noche. Es algo que teníamos pensado desde el inicio del curso. Hoy se va su clase entera a Eurodisney y él se queda en la isla, primero porque no le importó ni preguntó nadie si ese era el viaje que necesitaba mi hijo, y porque a mi retoño le importa cero quedarse aquí. No quería ir y yo quería que fuera. Tal vez para darle al niño una pátina de normalidad que me puedo meter por donde me quepa puesto que él es feliz y le suda mucho eso de ser «normal». Así que he decidido hacer una especie de diario, mientras el deambula dentro de la casa porque no sabe qué hacer, o cuaderno de viaje, y dejarlo aquí, para que un día lo encuentre y lo lea y sepa cómo fue todo.
Como digo, vinimos ayer por la tarde. Aquí, en Avatar, se planifican con exquisito cuidado las comidas, así que, ya sabíamos dónde pararíamos a comer. Lo hacemos siempre en un restaurante de comida rápida hindú donde solo puedes comer ensaladas o pollo. Ninguna otra carne. Sus ensaladas son deliciosas y muy recomendables. El señor siempre recibe a sus clientes como si, solo un segundo antes, hubiera pensado en suicidarse, ojo cuidado que no ando con bromas en ese tema que he perdido a familia así, pero para que imaginen el nivel de alegría, pero es ver llegar a mi marido y comenzar a sonreír. A mi no me sonríe, pero claro, si a las diferencias de culturas le añadimos las del sexo, apaga la luz y vámonos. Su señora si me sonríe, y cuando lo hace, me da una sonrisa franca y afectuosa. Como ven conocemos a toda la familia.
Luego subimos a la casa, cada vez con menos equipaje porque las escaleras a subir son mortales, y entramos a la casa. En la puerta me esperaba el agua que pido por WhatsApp al chico que reparte los jueves. Le pago con bizum. Nunca le he visto la cara. Luego colocas la terraza, que siempre dejo dentro de la casa, porque si no el calor la fulminaría, y empiezo con el reparto de ropa de cama y de toallas. Luego una voz me grita: «el aguaaaa!!!» y ahí recuerdo que debí girar la llave antes de entrar.
Hoy está todo planeado. Desde el desayuno hasta la cena, en la que no va a estar mi marido porque trabaja. Pasaremos un rato en la playa, porque aquí venimos a lo que venimos, y compraré algo de regreso a casa para cenar.
Ahora voy a pasar revista al jardín. Aquí el calor debe ser gigaenorme durante el día porque ayer, al entrar las garrafas, estaban calentitas, a pesar de que, en esta casa, da bastante sombra. Las demás sufren ese calor donde puedes sentir, incluso, cómo sufren las piedras. Voy a regar como primer propósito del día, y, mientras lo hago, recordaré a quien lo hacía antes que yo, que luego entraba y te daba detalles de lo que había detectado en él. Ya oigo a los pajaritos del árbol. Llamándose, llamándome. Así que voy a levantarme de aquí y me voy a poner a currar mientras el enano salta detrás de mi. Aleteando los brazos. Como un pajarillo más. Vuela alto canarito!! Vuela alto!!
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Futuro
He visto mi entrada del año pasado, y resulta que, por estas fechas, nos íbamos de viaje para ver a mis hermanos, cargar pilas, porque el final de curso es horrible y agotador, y porque el marido de mi madre cumplía en septiembre 90 años y digamos que me preparaba para verlo una última vez. No me equivoqué. Él no estaba, para nada, fastidiado, pero le pudo su batalla a la edad. Además, vendió su negocio unos días antes de fallecer, un negocio que había creado, trabajado, amado, hasta que tuvo que tomar esa decisión que debió pesar en su ánimo. Yo creo que se arrancó el corazón de cuajo y por eso no sobrevivió.
El viaje fue «tranquilo» porque no fuimos a ponernos en ninguna cola para ver nada. Lo nuestro era solo estar, disfrutar de mi familia, calma. La palabra tranquilo va entrecomillada porque, nada más pasar el control de seguridad, mi marido echa en falta su tablet. Vuelve para preguntar si la han visto y le dicen que no. Mi hija y yo le decimos que no recordamos verlo con la bolsa donde la guarda. Creemos que está en el coche. Me da el viaje con el asunto y, para asombro de nadie, a la vuelta se la encontró encima de las alfombrillas.
Luego fuimos a comer, y, a mitad de la comida pregunta por su riñonera poniéndose de pie de un salto. Lo miramos ojipláticos incluido un paisano que le dice que es imposible que se la hayan robado porque no se ha acercado sino la camarera para atendernos. Se va al apartamento de mi hermana a buscarla y vuelve con ella sonriendo. Le digo que con su tablet ha pasado lo mismo. Da igual. Me sigue dando la turra con su monotema.
Total, que en ese viaje, en ese instante, me di cuenta que, si ya el marido de mi madre era un anciano, aunque nunca ejerció de tal, nosotros entrábamos en la vejez. Él conoció a mi madre siendo yo adolescente y soltera, y en un parpadeo, estaba casada, con dos hijos, y pintando muchas canas. Miré a mi marido mientras cojeaba por el producto de su artrosis en la cadera y me pregunté dónde habían ido a parar todos los años desde que nos conocimos.
Recuerdo cuando empezamos. Lo cuadriculado que era para ciertas cosas, sus enfados por chorradas y qué se yo. Ayer, que salimos a mirar cosas para la habitación del niño, nos cogió un colapso de tráfico producto, por lo que leí en la prensa, de un partido de baloncesto más un concierto multitudinario en un sitio donde debes ir pronto para buscar aparcamiento. Nos volvimos a casa y salimos a comer por la zona. Nos traen las cartas y veo que uno de los platos lleva queso de roquefort. Me encantan ESOS platos. Pero no los pido porque él odia el queso y su olor. Me decanto por otro.
Al cabo de un rato, me pregunta que porqué no elegí el otro y le contesto que no quiero que me de la comida. Me dice que le da mucha pena (mucha pena!!!!) que siempre sacrificase mis gustos por sus fobias. Que tenía perfecto derecho a pasar de sus majaderías y comer el plato con disfrute y sin pensar en él. Que ya estaba bien de que yo aguantara sus tonterías. Le sonreí y le prometí que no volvería a tomar una decisión de ese tipo pensando en qué pensaría él (válido también para cómo me visto, o el largo o corto de mi pelo). Luego me sonreí. «Parece que las cosas están cambiando» pensé. Y con ese pensamiento, miré a mi hijo y lo felicité por sus últimas notas. Porque él también está cambiando, porque algo en nuestra familia se mueve despacito hacia algún sitio. Uno bueno.